domingo, 7 de septiembre de 2014

Las puertas de la Mezquita de Córdoba son incontables. Un hombre serio, cariacontecido, mira los planos y en sus apuntes ve puertas con nombre; pero hay arcos que antes fueron puertas y paredes que antes fueron puertas y antes hubo paredes con puertas donde ahora hay aire, y uno acaba confundiendo cada arco con el aire y los muros y en el suelo vemos escritos los nombres de las puertas y las losas de las tumbas y los cimientos marcados de una torre sólida que ya no está. 
De todas las puertas, la menos original es la Puerta del Perdón.
Una mañana observé a un hombrecillo intentando dibujar la silueta de su propia sombra a la sombra de la Puerta del Perdón. Cuando se fue, me acerqué a comprobar su dibujo. Era muy difícil reconocer en esa superficie la figura de un hombrecillo encogido dibujando su propia silueta.
A la tarde, la lluvia habría borrado inclemente su dibujo. Pero he aquí mi memoria.
Cuando yo era joven y en mi vida social abundaban los encuentros eróticos, me gustaba concertar citas en la Puerta del Perdón. Esperaba a mis amantes justo encima de la palabra, cuidadosamente grabada en el suelo. Cada cita en la Puerta del Perdón. Creo que nadie se dio cuenta nunca; pero yo tenía la convicción de que aquello tendía su efecto.
Pero una vez, cansado de que mi juego secreto nunca se viera reconocido, decidí contárselo a un amigo.