sábado, 10 de enero de 2015

AQUILES Y LA TORTUGA. V de XV

Restablecido del todo, Aquiles abandonó el poblado de tramperos y se marchó a la ciudad. Durante el camino pensó mucho sobre la naturaleza indestructible y la intuición de amenaza en los hombres.
En la ciudad, de nuevo un desconocido, hablaba con quien encontraba sobre lo que habíaexperimentado en la montaña y sobre lo que le había pasado en el poblado. Una vez más los hombres mostraron poco interés: siempre parecían estar ocupados en otras cosas. Pero algunas mujeres sí que lo atendían con entusiasmo. Dejaban por un momento lo que estuvieran haciendo y lo observaban con detenimiento. No estaba muy seguro de que lo escucharan o lo entendieran del todo; posiblemente él no supiera explicarse, y muchas veces se sentía enredado torpemente en su propio lenguaje. Aún así eran pacientes, y pocas palabras parecía bastarles, de todo su galimatías, para no perderse. Observaban su pasión y lo acompañaban.
Al cabo de un tiempo, Aquiles ya no sabía muy bien lo que decía. Hablaba y hablaba de sus constantes descubrimientos. Cada nueva conversación era un punto de vista nuevo del que posteriormente podría hablar en otra conversación. Con este apasionamiento perpetuo, entabló amistad con muchas mujeres y tuvo muchas amantes.
Se sentía libre y entusiasmado. Hacía y decía lo que se le antojaba, y eso entusiasmaba a sus amantes: querían ser el objeto de su pasión y sus caprichos. Podría haber vivido así eternamente, de labio en labio; pero, dada su dinámica, era imposible que no acabara topando con Dalila, la más inteligente y hermosa de las mujeres de la ciudad.

AQUILES Y LA TORTUGA. IV de XV

Aquiles regresó al poblado al pie de las montañas, deseoso de transmitir su experiencia a sus compañeros tramperos, cazadores y buscadores de oro. Sin embargo, aunque al principio fue recibido como siempre, pronto su conversación resultó incómoda y los hombres le rehuían. Ya sabéis cómo hablan los hombres: hablan de ejercicio y de deportes. Cualquier tema de conversación lo toman como si hablaran de ejercicio y juego, así su salud, así el comercio, así la política o el tiempo. Cualquier intromisión parecía molestarles.
¿Por qué? –pensaba Aquiles. Ellos, sin duda, son como yo indestructibles, aunque nunca lo hayan hablado. Y, sin embargo, rehúyen mis palabras como si les hicieran daño o fueran a destruirlos. Entonces observó cómo hablaban los hombres, como con un lenguaje pactado. Todo parecía estar ya dicho previamente. Con sus palabras dejaban de mirar lo que pudiera decirse. Cuando hablaban, se colocaban en un salón común; cuando callaban, estaban solos.
Así, temiendo el rechazo, Aquiles se mantuvo en silencio todo el tiempo que pudo. Sólo habló lo estrictamente necesario para vender sus trampas y sus pieles. Callado como permanecía, los demás intentaban adivinar sus intenciones. Aquiles, cuando quería mostrarles que acertaban, se limitaba a repetir las últimas palabras que decían. ¿Vienes a vender otra piel? Sí, otra piel. ¿Te sienta bien la camisa o traigo otra? Trae otra. Y así.