sábado, 6 de septiembre de 2014

Remington supo un día que Liz se había mudado hacía ya dos semanas. De golpe, fue una noticia sin más; pero poco a poco esa información fue subvirtiendo la fuente de sus fantasías. Porque todo lo que había imaginado en esos días en los que ella ya no estaba se invistión de cierta falsedad. Y cuando Remington volvío a imaginar que leían juntos en el salón, supo que aquello era imposible, que Liz no se correspondía allá arriba; pero es más, le hacía cuestionarse fantasías pasadas, pues ¿qué fantasma había leído con él entonces, había pasado la fregona, había regado las plantas? 
Por primera vez las fantasías se tejían entre ellas formando un extraño discurso. Al principio no directamente unas con otras, unos actos con otros, sino que surgían en su mente la fantasía del acto con su correspondiente fantasma. Si imaginaba que Liz se quitaba cotidianamente las medias mientras él se ponía el pijama, surgía aquella fantasía en la que ambos merodeaban la cama antes de acostarse pero que resultó ser falsa, porque Liz ya se había marchado entonces. Después se conectaban con todas las fantasías de cama, y con las fantasías de medias, calcetines, pijamas... 
Era incómoda la diferencia entre aquellas tres formas de imaginar a Liz: 1) aquellos actos que ya pertenecía al recuerdo y eran ciertos, 2) aquellos del recuerdo pero devaluados, 3) los gestos nuevos que de cotidianos pedían a Liz pero que se sabían solos. 
Liz nunca más.
Y Liz nunca había sido.
Aunque los otros movimientos e ideas funcionaran independientes de aquellas fantasías, la falta de Liz supuso una picadura constante en todo su ser. Cada dos por tres le asaltaba el extraño déjà vu que alteraba su respiración y su pulso. A veces hasta tenía que parar su gesto, porque (aunque no siempre lo recordaba) ya no podía acompañar la imagen de sí con la imagen de Liz en esa misma habitación. Porque Liz ya no estaba.
Y lo más terrible era que nunca había estado. Que todo habían sido fantasías, y que ahora las fantasías estaban vaciadas por una ilusión de falsedad, debido a esas semanas de confusión.
No, no, no; aún peor era que Liz realmente estuvo siempre allí, al otro lado de su fantasía, en el auténtico piso superior, y él nunca hizo nada por conocerla, porque tenía a su Liz en su piso, en sus gestos.
Ahora, la falta de Liz, real, se enganchaba a los pensamientos, reales, y a las personas que llegaban al piso (primero) o que encontraba en la calle (después), o sus amigos de siempre. Ya no eran fantasías aisladas, sino que tejían el sentimiento de su respiración al hablar con alguien.
Al despedirse de alguien.