miércoles, 26 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (c- "Jantipa en casa")

     Los dos vecinos no dejaron que siguiera la conversación. Se despidieron de Sócrates e Hilofonte y se dirigieron a la ciudad.
     –A ver en qué lío me estás metiendo.
     –Lo siento, Sócrates. Así son las cosas.
     –Con todo el asunto, se me ha olvidado mi himno.
     –Ya compondrás otro.
     –Otro; pero no este.
     –Realmente eres sabio.
     Hilofonte empezaba a estar convencido de la sabiduría de Sócrates. El incordiante tonillo del viejo parecía dar a la frase más trivial una dimensión lógica profunda. Se despidió del sofista, contento de aquel encuentro que el Destino había concertado para esclarecer la sentencia del oráculo.
     Sócrates, por su parte, se fue para su casa, contrariado y pensando en las implicaciones de aquel mensaje del oráculo. Al llegar, encontró a su mujer en el patio, desplumando una gallina, con la cara bien compuesta ya en esa expresión característica suya, de princesa obligada a realizar tareas de criada.
     –¿Ya has vuelto de vaguear? Seguro que has estado por ahí tirado con tus versos. Al menos, ¿no habrás estado discutiendo con nadie? Te sienta muy mal y luego no me dejas dormir, toda la noche oyendo tus paseos y tus ruidos.
     –Me he encontrado a Hilofonte, que volvía de Delfos.
     –Ya lo sabía yo. ¿Y ha encontrado maestro para su hijo?
     –El oráculo le ha dicho que yo soy el hombre más sabio de Atenas.
     Jantipa le lanzó con fuerza la gallina ya casi desplumada, que se estampó de frente en toda la cara de Sócrates.
     –¡Cómo no ibas a ser tú el más sabio!
     –¿Quién si no el más sabio podría estar casado contigo, Jantipa?
     Esa fue toda la respuesta que le dio el viejo Sócrates.
     –¿Quiere esto decir que Hilofonte te va a pagar para que le des clases a su hijo o no?
     –Y ahora que lo he dicho en voz alta, algo no me suena bien en todo esto.
      Poco más pudo desarrollarse la conversación, porque estaban llamando a la puerta. La noticia sobre la sanción del oráculo se había extendido por la ciudad mucho más veloz que los pasos del viejo soldado. Daban golpes en la puerta y llamaban con urgencia: “¡Sócrates, Sócrates!”