martes, 1 de noviembre de 2016

III. La incomodidad de la prisión (a- "Critón insiste")

Cuando Critón llegó aquella tarde a la prisión, encontró a Sócrates solo, encogido y garabateando en sus tablillas. Con una mano punzaba la cera y con la otra sujetaba sus grilletes, en una postura a la que parecía ya haberse acostumbrado.
     –¿Qué escribes ahora?
     –Compongo un himno a Apolo.
     –¿Al final vas a preocuparte por los dioses?
     –Por el oráculo de Apolo es que he acabado aquí. Así que le escribo, irónicamente, un himno como homenaje. Además, me sirve para elaborar mi testamento sin levantar suspicacias. Hago en él testimonio de todas las obras que guardo escritas. Más adelante te enseñaré a leerlo; pero ahora es muy temprano, luego duermen los guardias.
     –Tienes hasta una veintena de barcos dispuestos a llevarte.
     –¡Por favor, Critón, mírame! Llevo aquí tres días y casi han acabado con mis pulmones. Los huesos casi se me han disuelto con la humedad de las piedras. ¿Tú crees que aguantaría el más mínimo viaje?
     Critón no quiso decir nada; le dolían las palabras de su amigo. Sócrates continuó.
     –Además, mira la que se me ha echado encima. Y esto es aquí, en Atenas, la ciudad más instruida de Grecia. ¿Qué no me esperaría en otras ciudades?
     –Podrías retirarte a una granja.
     –¿Y condenar a Jantipa a una vida mísera, rural, por unos pocos días más de vida? Asúmelo. No os lo creéis porque me veis razonar con la cabeza clara; pero estoy viejo. No viejo como antes, sino de verdad.
     –Bueno, pues reconcíliate con la vejez y deja que ella acabe contigo, más adelante.
     –Muchos quieren mi muerte, ¿verdad? Incluso mi propio cuerpo. Luego, esa moda pasará.