viernes, 31 de octubre de 2014

Corría el rumor de que el gnomo había sido secuestrado o que lo tenían prisionero, no en la casa, sino en algún otro lugar, y no por los de la casa, sino por algún otro que tampoco tenía por qué ser el ladrón de cartas. Pero todo eso era imposible: nadie tenía conciencia de conocer al gnomo. Sólo lo recordaban cuando entraban, aparentemente siempre por casualidad, a su tienda. ¿Cómo podrían saber de qué gnomo estaban hablando? El doctor y sus secuaces intentaron averiguar desde dónde habían recibido la información, pero no podían recordarlo. Habían olvidado a quién oyeron hablar del gnomo, cuando debieran haber olvidado al gnomo mismo. Así que sospechaban que aquello eran una estratagema del propio tendero, con sus extrañas artes. ¿Por qué había obrado así para ocultarse?, era difícil saberlo. Tal vez quería alejarse del grupo. Tal vez quería transmitir algo al grupo sin que otros lo advirtieran. ¿Era aquel rumor imposible un código o la clave de un código que ocultaba un mensaje importante? Eso contando con que fuera un acto controlado del gnomo y no una situación provocada por el ladrón. El doctor se ensimismaba impotente horas y horas rumiando todo el asunto.

jueves, 30 de octubre de 2014

Días de lágrimas. Se escuchaba el rumor de los llantos superpuestos unos a otros, calle tras calle, ventanas y balcones. Era difícil sustraerse cuando alguien, vecino, cercano, desconocido, lloraba por la misma tristeza que uno acababa de calmar. Y la tristeza llamaba al anhelo, irritaba el deseo. Así que, por ejemplo, Magda salió saltando por su ventana y enfiló decidida calle arriba, como en trance. Llora y arde mientras anda. A mitad de camino, se encontró con Santiago que venía a por ella. Y así muchas otras situaciones que aún no se escuchaban, pero que harían temblar la ciudad durante las semanas siguientes. Porque tras el beso inicial Magda y Santiago desembocaron en una pastelería cercana y siguieron besándose y abrazándose casi caídos en las mesas. La dependienta, rebosada por la pasión de los amantes en su propia urgencia, cerró el local y los dejó solos para salir en busca de su propia pasión; Magda y Santiago pronto intuyeron y por suelos y mostradores dieron rienda suelta al sexo, por todo cuerpo, suelo, ropas y pasteles.
Igualmente aquí y allá, y la ciudad rugió de gemidos y carreras de cuerpos buscándose y destrozo a garganta eterna. Y los gritos de unos alentaban el placer de los otros. Así fue muy difícil parar. Ninguna pareja (o grupo) quería detenerse antes que cualquiera. Y seguían allá y allá. Chasquidos y jadeos ondulaban a coro en mar de tejados y persianas o cortinas. En los bancos públicos.  En los preñados jardines.
Los niños estaban nerviosos e impotentes. Comprendían y no comprendían. No era exactamente la libertad la que los dejaba solos, tampoco el miedo. Pero escuchaban a sus padres y a sus hermanos cerca o lejos amar y desesperarse. Y los ancianos se consumían a sí mismos como llamas en recuerdos ¡en recuerdos!
Los pocos en la ciudad que estaban solos no pudieron resistirlo y decidieron escapar, abandonar, huir. Algunos coincidieron en la salida y los más valientes se abalanzaron en las puertas mismas, en las plazas o en los coches y se unían al clamor de besos y lenguas. Los que sí salieron de la ciudad no pudieron alejarse mucho, pues en el fondo no soportaban perder el grave palpitar sonoro de tantos cuerpos. Abandonaron los caminos y se instalaron como alimañas en los campos de las afueras.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Lo que una vez fueron casas ahora eran calles. Uno entraba libremente por una puerta hecha a medida para impedir la entrada y seguía escaleras arriba. En la ciudad de segundo nivel seguía paseando y miraba hacia abajo. Allí todo eran ruinas y riesgo, pasarelas endebles, pero la gente lo asumía como algo rutinario. Apenas consideraban a los antiguos amantes adolescentes besándose a la vista, que ya no estaban. Subían y bajaban de las casas, entraban y salían por las ventanas. Llamaban a los cuerpos y salían a recibirse. Y por la tarde volvían camino atrás a las cenas de grupo y las camas ansiosas. Las llaves se vendían en los puestos y quioscos. Cada una servía para muchas casas, otras eran sólo de adorno. La mayoría de las casas estaban abiertas, no todas. No todas estaban abiertas siempre: unos días unas, otros días otras (había que improvisar los recorridos, por eso había tanta gente comprando llaves hermosas en las tiendas). Atravesaban dormitorios. Se paraban a conversar como suspendidos mientras otros andaban. Ayer fue el cuarto de una adolescente, se ven sus ropas y sus fotos, hoy era una plaza abarrotada de palomas y niños, y la adolescente la vemos caminar por encima de los museos y las cafeterías. Eran aquellos días gloriosos. La gente no se daba cuenta; entretenidos en su amor, atareados de poesía, caminaban y caminaban.

martes, 28 de octubre de 2014

Luchaban en absoluta oscuridad. La única referencia era el ruido de los golpes y el chapoteo rebotando en paredes lejanas o el suelo, la humedad arriba o abajo de la caída. Durante mucho tiempo pensó que se trataba del ladrón de cartas; pero la desesperación de su pelea, su torpeza, la ingenua vanidad de sus zarpazos, le hicieron sospechar que era uno más de los que buscaban su guarida, como él. Luchaba con un fantasma. Aquellos fantasmas habían deformado su estilo a base de luchar contra otros fantasmas, y si él redundaba en esas batallas por túneles y catacumbas seguramente acabaría convertido. El combate se volvió tedioso o terrorífico. Era difícil saber si uno mordía al otro o a sí mismo, si recibía al mismo tiempo los dientes del otro o de sí mismo. Era difícil saber si uno u otro luchaban por vencer o por huir.
Cabía la posibilidad de que el propio ladrón, habituado aún más a esos exploradores-vigilantes, remedara su estilo de lucha para pasar desapercibido. ¿Estaría entonces luchando con él? Y acaso esa era la duda que el ladrón jugaba a sembrar o era una duda huérfana que acababa, eso sí, convirtiendo a sus perseguidores en guardianes fantasma. ¿Sería acaso él mismo el ladrón? (Continúese el mismo razonamiento anterior) ¿Tendría quizás el ladrón un mapa de los fantasmas, un mapa de sus estilos, que le permitiera desplegar un lenguaje de peleas en las más recónditas y húmedas oscuridades?

lunes, 27 de octubre de 2014

En la casa de los pájaros vivía una muchacha linda de preciosos diecisiete años. Tenía el pelo muy largo, blanco o gris. Era tan anciana que se dedicaba a silbar, por eso llamaron a su casa la casa de los pájaros. El zaguán estaba siempre abierto. Las paredes del zaguán estaban totalmente cubiertas de azulejos y mosaicos que representaban una selva, con monos y dragones y aves de todo tipo y hombres diminutos, elfos, herrerillos, alcaudones, búhos y uno mismo reflejado en las teselas y gloriosos arrendajos; por eso llamaban a aquella casa la de los pájaros, porque allí vivía una anciana de hermosos ojos verdes que no dejaba de silbar. Por una esbelta, esbeltísima, cancela (los barrotes retorcidas ramas de bronce modernista o de hierro art decó o madreselva mágica) se veía un patio grande, blanco y luminoso -pozo y ciprés, poblados macetones-. Quien se asomaba veía siempre a una niña rebosante de amor que jugaba con jilgueros y periquitos. Por sus pasos de sabia adolescente podía deducirse con facilidad que estaba profundamente trastornada, la niña, no la cancela ni la casa. Sólo cuando detenía su mirada y entonces se paraba toda ella, lejos, a mirarte, si eras tú quien realmente se paraba a mirar desde el zaguán, se detenía y parecía profundamente sabia y niña y uno era capaz de enamorarse de esa mirada. Por eso la llamaban la casa de los pájaros, porque era como el nido de un insecto que atrae con forma de orquídea esmeralda a los incautos. Y después uno vive enfermo de amor y no lo sabe y va por la ciudad metiéndose en zaguanes y vicheando patios en busca de la mujer que ni siquiera recordó haber imaginado nunca.

domingo, 26 de octubre de 2014

-Deja lo del nombre. No busco un nombre, lo que quiero es una historia -dijo el hombre muerto.
-Pero un nombre me facilitaría mucho las cosas -alegó el novelista.
-Y si buscara algo fácil, ¿me habría puesto en manos de un profesional?
-Usted quiere contratarme, ¿pero no sabré a nombre de quién trabajo?
-Estoy aquí, tienes mi correo, tienes mi teléfono... trabajarás para mí. 
-Perdone, me resulta un poco incómodo. ¿Cómo voy a contar su historia? 
-Eso es cosa tuya.
-¿Le llamo Tomás, Andrés...?
-¿A quién, a mí? Deja ya de tutearme, ¿no eres extranjero? Me agotas... No, no... No me gustan esos nombres. Deja eso te digo. Primero la historia, luego ya saldrá el nombre.
-Dime quién eres, dime algo de ti...
-Eso es lo que quiero que cuentes, para eso voy a pagarte.
-Pero deme algo para empezar.
-Soy un asesino. Soy un ladrón. Me escondía. Me escondía tanto que no logro distinguirme. Me perseguían. He trabajado con mis manos para construir mi guarida tanto que tal vez sólo haya sido el empleado ignorante. He abierto la piel y he escondido los cuerpos con mis manos o he firmado documentos cuando estaban limpias. Le tapaba las bocas para que no gritaran al morir y los manchaba con su propia sangre. He peleado a puños con los que me perseguían si es que yo era entonces el perseguido, la víctima, el muerto. Pero nada de eso vale. Quiero que seas tú el que cuente mi historia.
-Puedo decir entonces que es un asesino.
-Si lo ves conveniente... es tu historia. Tú la escribirás.
-¿Y qué diferencia hay entre que lo digas tú o lo cuente yo?
-¡Yo qué sé qué diferencia hay! Tú eres el escritor, tú eres el que sabes de explicar las diferencias. Averígualo. Cuéntalo. 

sábado, 25 de octubre de 2014

Justo en la plaza del museo vivía un hombre muerto. Probablemente el hombre más inquietante que he conocido. Para mí y para los de mi profesión llegaba a resultar exasperante. Cuando acabó conmigo decidió empezar a trabajar con un maduro traductor y novelista en ciernes (esto quiere decir: amplia y anónima trayectoria como traductor y reseñada primera novela recién publicada). Se reunían en la plaza del museo. Uno de los lugares más agradables de toda la ciudad, al menos en aquella época. A esa plaza desembocaban cinco calles distintas y estaba cerrada por cuatro palacios al menos, uno de los cuales se estaba (eternamente) reconvirtiendo en el Museo Arqueológico. 
El maduro traductor y novelista en ciernes era David Anderson. El hombre muerto contrató sus servicios para que contara su biografía. Había muerto en algún momento del futuro, pero como tenía tan mala memoria para el futuro no conseguía recordarlo; en ese aspecto, la contribución del novelista era fundamental. Las conversaciones tenían lugar bajo el viento amable, la sombra de los árboles altos y antiguos y a la vista de las cuatro señoriales fachadas, porque en cualquier otro lugar hubieran resultado insoportables.

viernes, 24 de octubre de 2014

Subiendo la escalerita de la Torre Malmuerta, a la derecha, se llega a un coqueto mirador no más grande que una amplia terraza. Desde allí se contempla, de noche, desplegarse la ciudad como un jardín colgante de tejados hasta el río. Las lejanas ventanas se confunden con los farolitos de la terraza, y las macetas con los árboles de las plazas. La noche es difícil de reconocer si se encuentra dentro o fuera.
Allí sirven el más delicioso y dulce ponche, que sirven en elegantes vasos alargados y curvos casi tan largos como un antebrazo. Siempre que llego falta poco para que cierren; pero nunca llego, sino que siempre estoy allí acabando de llegar. Miro sorprendido el paisaje y me lamento de que no vaya ese lugar más a menudo. ¿Por qué hace tanto tiempo que no decidimos venir?, es siempre la pregunta. Pero, a pesar de este íntimo reproche, no conozco lugar en la ciudad más acogedor. 
Unas veces no es más que la terraza. En otras se compone de un conjunto de balcones, casi jardines. La mayoría de las veces es todo un restaurante, pero de pequeños salones, celditas. Incluso nos hemos sentado en el suelo de los pasillos, y allí hemos comido espesos platos de exóticas lentejas, sobre alfombras, medio acostados en cojines, con luz muy tenue de conversación. Y desde una habitación se intuyen las otras, al menos su luz, o sus platos y su música (porque cada vez y en cada rincón hay una música distinta).
Allí me encuentro con amigos que llevo sin ver dos o veinte años. Con amores que creí haber dejado atrás. Con los que no me atreví a saludar en su momento. A los que desdeñé. Quienes llevan un estilo de vida que acaso envidio. Los que hablan muy profundamente de lo que yo considero superficial y comprenden realmente la vida. Y yo encuentro siempre mi lugar, esperándome, entre ellos, y paso allí solo el resto de la noche, que siempre dura sólo ese instante. Miro lejos el tiempo perdido, que es la ciudad, el rincón o la tertulia jocosa, el tiempo que se extiende en todos esos otros lugares que sí visito con frecuencia cuando debería volver más allí.

jueves, 23 de octubre de 2014

Así que acordaron que quien debía ser el viejo gnomo quien debía intentar penetrar en el viejo palacio. Las estrechas calles que lo rodeaban sólo se vaciaban en dos momentos: la madrugada y la sobremesa; si bien, sólo de día permanecían abiertas las ventanas de los pisos más altos. El gnomo saldría esquivando rodillas y cinturas por su bulliciosa arteriola de tiendas y turistas confiando es su patente invisibilidad fuera de su cubil. Su pelo hirsuto y sin color lo ayudarían. Sus ropas pasadas de modas pasadas de moda lo ayudarían. Su piel de ladrillo y su mirada introspectiva.
Mientras todos atendías sus digestiones o sus pesadas tertulias a la mesa, el gnomo tensaba una cuerda entre tejados y se lanzaba hacia una de las muchas fachadas del palacio. En cada gesto lamentaba lo que consideraba una profunda falta de respeto a su perfil; pero ahí estaba, ahí lo habían conducido la urgente ficción de los tiempos. No había remedio y llegado a este pensamiento prosegría su escalada. 
Cuando alcanzó la primera ventana, cerrada, oyó que regresaba el rumor de la calle pisos abajo. Subía con insultante comodidad, el ruido, los olores de femeninos perfumes que van a trabajar, a mancillar con su fragancia de seducción el mundo, la ciudad, las casas ajenas. La gente se amará sin saber por qué, sin saber que fue por la mujer recién perfumada que pasó de camino a su trabajo. El gnomo podía olerlo desde su posición. Se resignó a abandonar la atención de ese mundo y fue en busca de otra ventana, aún más arriba. Por supuesto, no podía abandonar aquella estación sin echar una ojeada dentro del palacio.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Aurora tuvo tres hijos: uno de ellos era un gigante. Salía muy poco de casa porque le cansaba andar. Pocos recuerdan algo de su infancia. Mediodía, el gigante, pasaba largas horas estudiando la historia de la ciudad. Él sí conocía las infancias de todos y cada uno. Tenía a su servicio un séquito de exploradores que recogían aquí y allá chismes y anécdotas. Fue el primero en suponer la existencia del ladrón de cartas. Que consiguiera manter el secreto durante tanto tiempo fue una proeza proporcional a su tamaño.

martes, 21 de octubre de 2014

Era el encargado de llevar los recados entre el médico y el gnomo. Debía cruzar la ciudad con el mayor secretismo, a sabiendas de los muchos espías que desplegaban con extrañas estrategias. Él mismo disimulaba y en su postura de aprendiz entresacaba con sutiles esfuerzos la extraña relación entre los dos maestros.

lunes, 20 de octubre de 2014

Fue con una anécdota que se me vino gestando durante algunos años. Resultaba que en mi trayecto cotidiano me encontraba casi sistemáticamente con las mismas personas en la ruta de ida y aparentemente otras también las mismas (en actitud más relajada y menos reconocible) en la ruta de vuelta. En algunas me fijaba y otras pues seguramente no. Por el cruce diario de miradas sospechaba que la fría familiaridad era recíproca; pero sólo en algunos casos. Así que durante mucho tiempo me venía cruzando en mi camino con un hombre que esperaba en la calle, además con actitud impaciente controlando su reloj. Cuando me di cuenta supe que prácticamente me lo encontraba allí todos los días, y probablemente no había sido consciente hasta un momento determinado; sabe Dios desde cuánto antes me lo venía encontrando allí.
Y allí seguía día tras día, en su actitud de espera imperturbable. Y empezó a intrigarme. Empecé disimuladamente a aminorar mi paso y observarle todo el rato posible. Me di cuenta de que su perserverancia en mirar el reloj era más un cierto control metódico que auténtico nerviosismo. Entre tanto se le veía observar la calle con atención (confiando en que en algún momento apareciera aquello, aquel o aquella que esperaba; interpretaba yo). Pero nunca conseguía, por más que me retrasara, descubrir qué estaba esperand: mi curiosidad iba en aumento. 
Conseguí entonces disponer de más horas y me dediqué sistemáticamente a observar, con la mayor discreción, a aquel paciente esperanzado. Pero al final acababa por marcharme, sin llegar a saber nada más. Cuando él miraba el reloj, yo miraba el reloj; cuando él observaba la calle, yo observaba la calle. Nunca conseguí deducir nada. Finalmente acabé por dirigirme a él y preguntarle directamente.
-Pues le parecerá absurdo; pero ¿ve usted aquel tipo? El que está allí parado discretamente -Me respondió y con mucho disimulo me señaló a un hombre plantado algo más avanzada la calle-. Pues hace ya tiempo que lo veo esperando durante horas, y estoy intrigado  por saber qué es lo que espera. Constantemente mira el reloj y observa detenidamente aquí y allá. Algunas veces me siento tentado de preguntarle; pero algo que me inquieta me refrena y no sé lo que es.
Aquella respuesta me heló la sangre y me alejé de él como un loco desconsiderado sin mediar más palabra. Todavía hoy me devano los sesos intentando averiguar qué fue lo que me inquietó de aquel encuentro y de esa respuesta; pero no consigo saber qué es.

domingo, 19 de octubre de 2014

Remington olvidó que Liz se había marchado. Fantaseaba de nuevo con ella compartiendo sus gestos y su espacio. Fantaseaba que los nuevos vecinos vivían con ella o ella los visitaba o era Liz quien los recibía de visita. Fantaseaba que los vecinos, cada uno por separado, fantaseaba con Liz en un hipotético piso más alto. El nuevo piso de Liz imaginaba que era igual, y que eran iguales todos los pisos del mundo, o al menos de esa ciudad. Imaginaba a Liz fantaseando con las habitaciones, como él fantaseaba con las habitaciones. Veía a Liz olvidándolo, cuando recordaba que Liz se había marchado y recordaba así que se estaba olvidando.
Cada fantasía era independiente. No recogía una lo dejado por la otra. No había memoria para la contradicción o lo imposible o la incoherencia o lo imposible. Pero también sucedía que una fantasía, y esto era nuevo y gracias a la pérdida y gracias al olvido o tal vez esto la causa del olvido y de la pérdida, también sucedía que unas fantasías se veían a otras y surgían las construcciones compuestas y complejas. Pero no reducían ni alteraban las fantasías simples. La relación entre Remington y la Liz imaginaria era desde fuera más rica; pero en cada fantasía era sencilla.
Remington deja paso en el pasillo a Liz imaginaria. Remington piensa que él real añora a Liz imaginaria; pero como le ha dejado paso, considera que la tiene como presente. Remington se piensa imaginario dudando de Liz real como perdida. Remington imaginario no sabe que Liz se ha ido. Remigton titubea al pedirle permiso a Liz para sentarse, acaba de recordar que todo es imaginario, acaba de recordar que eso no impide que la imagine presente, recuerda entonces que lo ha olvidado todo, recuerda que pronto volverá a olvidarlo.

sábado, 18 de octubre de 2014

Estaba convencido de haberlo visto escabullirse en algún punto entre Capuchinos y la Cuesta del Bailío. Perdió la pista, como si se lo hubiera tragado la tierra. Quién sabe si las paredes más antiguas de la ciudad. Quién sabe si las paredes más antiguas del mundo, se lo habían tragado. Tal vez las buganvillas que colgaban desde decenios escondían algún resorte. Los cristos, las vírgenes, los escalones, las fuentes, los faroles, algún resorte. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Los cantos rodados del suelo se lo habían tragado.  Esas paredes que han parado el tiempo.
De día repasaba los escalones, uno por uno, arriba, uno por uno, abajo. De noche espiaba las salamanquesas, como si sus paseos verticales, su danza con la luz y los insectos, su paciencia de esfinge en un desierto de cal, dibujaran en realidad algún código secreto. Sí: él las ha adiestrado, me espían (pensaba); durante generaciones ha ido sembrando buganvillas y adiestrando salamanquesas. El soniquete preciso del chorrito del agua quiere decir algo. En algún punto entre Capuchinos y la Cuesta del Bailío se abre una puerta y lo escondida que está es precisamente lo débil de su punto.

viernes, 17 de octubre de 2014

-Estoy seguro de que cuando rememore esto no conseguiré escuchar tus palabras, sino que confundiré lo que digo aquí y allá y pondré palabras mías en lugar de las tuyas. Es un defecto que tengo, no puedo exponer bien los diálogos.
-Pero probablemente eso sea producto de tu imaginación: tú te imaginas así, pero lo que sucede en realidad es que estás hablando conmigo. Y este que habla con sus palabras, y dejando espacio para las mías (¿espacio o tiempo?), este es otro y tú. Y el que te imaginas está tal vez como tú dices, impedido, pero tú estás aquí, hablando conmigo.
-Pero seguro que no como una auténtica conversación, sino que los razonamientos se suceden dialécticamente, como una sola mente que silogiza y se debate.
-¡Bah! Te defiendes.
Exhaló un corto respiro de resignación. Anuló su mirada, de repente introspectiva, con la taza que cogía casi ceremoniosamente. ¡Sus cerámicos dedos sutilmente anillados en el asa elevando una estructura de surrealistas arbotantes. Un solo fluir de puro gesto, de pura expresión, de puro cuerpo o pura compostura. Ningún otro instante había sido nuca más hermoso o sorprendente o valioso o mordaz que aquel ademán de mujer, que se separa de mí (momentáneamente callejón sin salida) y bebe su café.
Y en esa centésima de instante se agolpaba: la taza posándose sobre sus labios, como un acantilado que se desploma sobre el agua porque no puede más con tanto amor; el café, caliente, batida de gansos silvestres remontando el cielo, deslizándose entre sus dientes y lengua, torrencial; el aroma, bailarina de cuento, amarga, flotando hacia sus ojos, rebelde, su pelo y sus manos sin ley; y yo me sentía diseccionado quirúrgicamente en todos esos elementos y mi sangre era, gota a gota, mancha a mancha, herida a herida, la metáfora.

jueves, 16 de octubre de 2014

Durante un año entero o más estuvo investigando las cloacas y las casas abandonadas, intentando reconstruir el supuesto plano que sospechaban tenía el ladrón de cartas. Suponían que había construido un entramado superpuesto al callejero. Así que se adentraba en las sombras de algún caserón, de cuyo sótano partía una galería que desembocaba en las alcantarillas o en otra casa (a veces estaban habitadas, y adquirió la precaución de atender al sonido antes de salir).  A veces no volvía a salir hasta bien avanzada la mañana.
Tenía, además que vigilar los movimientos de otros investigadores, que ocultos competían contra él, y entre sí, incluso sin conocimiento mutuo. Tenía que ir reconstruyendo el plano tanteando sospechas. Y el único objetivo era conseguir moverse más rápido, que él o más rápido que ellos, el ladrón, los investigadores. 
Probaba métodos y tenía que romperlos, porque comprendía que el ladrón preveía métodos y los rompía. Y así también con ese otro entramado de movimiento que era la red de amistades y relaciones sociales.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Se encontraban cada noche en la Plaza de la Compañía. Cobijados bajo el pretil de las escaleras se besaban. Sus encuentros duraban apenas minutos, los que podían permitirse antes de que los echaran sospechosamente de menos en sus respectivas casas. Una tarde no pudo acudir, y vivió angustiado horas y minutos, pensando en la decepción de su amante, y que luego tendrían que perder el tiempo hablando o aclarando, cuando urgía el tacto de sus labios húmedos calientes y sus brazos y el aroma intruso de su pelo y sus ropas. Una noche ella no acudió y él se sintió morir imaginando que todo había acabado. Y como no hablaban sino que se desplomaban ansiosos abrazados bajo el pretil de las escaleras espoleados por el frío y la humedad y los nervios de la noche, sus corazones se despedían cada vez más heridos de incomprensión, de anhelo, de posibilidades y fantasías. Su beso vivía por ellos y ellos sólo vivían la despedida. Cuando sus ojos se encontraban comprendían la pronta extinción de su mirada y que el hambre de labios les llevaría a lidiar todas esas historias, sucedidas o imaginadas, sentidas, a dientes y lengua.

martes, 14 de octubre de 2014

Suspendieron unas calles flotantes por toda la ciudad. Algunas se apoyaban en hermosos arcos de acero o transparentes vigas de fachada que, al iluminarse de noche, daban a la calle y al cielo una dimensión fantástica. Otras colgaban de las torres, segundo jardín de Babilonia. 
La estructura tuvo tanto éxito que al terminar el Festival optaron por dejarla, y las segundas calles se convirtieron ese año en un rentable reclamo turístico. Tanto que junto a ellas aparecieron pronto tiendas y comercios. La tercera ciudad se había puesto en marcha y desde abajo y desde arriba podía vérsela nacer y construirse.
Fue mucho más adelante, cuando los materiales mostraron los primeros síntomas del deterioro (recuérdese que se construyó pensando en semanas y llevaba años y años) cuando las autoridades empezaron a hacer llamamientos y avisos para acostumbrar a usuarios, turistas y población. Había que desmantelarla. Por decreto, se vaciaron las calles flotantes. Algunos comercios resistieron. Algunas terrazas permanecían abiertas de forma clandestina, especialmente de noche (cuando más hermosa era aquella tercera ciudad).
Desde el suelo podía verse a los caminantes furtivos acudir a los lugares cuyo malditismo crecía con la presión policial. Y aquel paisaje incitaba a todos, policías incluidos, a pertenecer a ese club abierto que era el merodeo por las calles flotantes. Pero sucedieron los primeros derrumbes. Al principio con heridos. Los sucesos mortales sólo amenazaban. Los vecinos se preocuparon por sostener las formas débiles y embellecer los huecos dejados. 
El miedo acabó despoblando definitivamente la tercera ciudad. Volvieron todos a sus torres y sus suelos. Desde las viejas tiendas y los viejos bares se miraba con nostalgia los nuevos recorridos perdidos, aquella competencia. Sólo los adolescentes, en su temeridad, aparecían de vez en cuando surcando los restos de las calles altas, sobre sus columnas, bajo sus cables. Se puso de moda besarse  en las calles flotantes, junto a un hueco de derrumbe. Era hermoso. Muchos hacían fotos a los jóvenes besándose en las medianas alturas de aquellas calles ruinosas. Desde ciudades lejanas venían a verlos besarse.

lunes, 13 de octubre de 2014

Cruzaron el zaguán jadeantes apenas abierta la puerta. Fueron directos a la cocina, Dormido con rotunda decisión y Esteban como un discípulo obediente. 
-Llena una palangana, anda.
Dormido puso la cabeza bajo el grifo. Llegaba hasta su frondosa y apretada cabellera blanca y brillante, el agua, y se derramaba debajo gris, marrón, negra, a veces parda de arcilla. Luego, limpia la cabeza, toda ella chorreaba a gusto con su origen. Entonces Dormido bebió directamente de su cabeza chorreante el agua que se deslizaba arrebatándosela al mentón y la barbilla, desde donde, al tragar volvía a tomar refugio, el agua, antes de lanzarse abajo definitivamente. Dormido imaginó que su cabeza era una semilla brotando acelerada en el desierto y que su brotar era un oasis, un surtidor en el que su cuerpo anhelaba zambullirse.
Margarita volvió con la palangana. Dormido se quitó la camisa, toda ella terriza y dura. La estrujó con saña debajo del grifo y la camisa entre sus puños imitó la maravilla que antes disfrutara su cabeza. La soltó allí mismo, abandonada al agua. Seguía desprendiéndose barro y ceniza sin parar. Finalmente, fue a sentarse a dejar que su mujer lo atendiera.
Margarita ayudó a esteban a quitarse la camisa. El matrimonio estaba entretenido es su propia conversación urgente. No les prestaban atención. Margarita cogió la camisa de esteban y la puso bajo el chorro del grifo igual, pero la estrujó con delicadeza y la doblaba y desdoblaba mirando distraída los ojos de Esteban. Esteban la miraba fijamente, cansado, hipnotizado. 
-Te hubiera gustado. Ha sido impresionante. La casa ardía entera, todo lo grande que es, que era, no quedará nada. Las llamas eran altas como torres. 
Margarita utilizó la camisa empapada de esteban para mojarle la cabeza. El agua y el barro se desbordaron imprevistos con abundancia. Esteban dejó caer su cabeza en el grifo, sostenido por los brazos remangados y las manos frías de Margarita.
-Ardes. Pareces un tizón. 
Esteban se alzó de repente, como si le faltara el aire. Había empapado a Margarita, la había manchado de barro y de gris y de ocre. Los ojos negros de la muchacha estaban fijos en él mientras le apretaba los cabellos.
-Marga, te hubiera gustado tanto.

domingo, 12 de octubre de 2014

Cada vez que entraba en alguna cafetería me significaba ella. Elegir una mesa, sentarme en la mesa mientras ella se sentaba, y así en todas las cafeterías de todas las ciudades. El olor a café. Mientras hablaban conmigo, sospechaba que se daban cuenta, incluso los recién conocidos, de que en mi mente los escuchaba con ella (que la reconocían y entonces por un instante me consumían los celos). Que su tintineo de la cucharilla en la taza era el tintineo de ella en la taza de ella.
Llegó un momento en que cuando caminaba por las calles, sentía que me dirigía hacia alguna cafetería. Esto no era del todo irreal, pues, tarde o temprano acabaría en alguna con alguno, con alguna, pero con ella. Curiosamente, volví a la cafetería en cuestión, pero no me decía nada distinto, no notaba allí nada especial con respecto a las demás. Por alguna razón, había marcado el significante cafetería y me estaba estructurando.
Luego, en la calle, me costaba mucho trabajo saber si me dirigía hacia una cafetería o si había salido. Si caminaba a su encuentro o acababa de perderla. Mi corazón transitaba en el laberinto de una sola calle perpetua entre la primera cita y la última.

sábado, 11 de octubre de 2014

Me decidí por fin a visitar la exposición esa misma tarde. Crucé el pequeño patio de entrada y ante mí se abrieron las modernas puertas automáticas que atestiguaban la completa remodelación del viejo palacete. Para mi sorpresa, no encontré las cerámicas, figuras y lienzos de los que tanto me habían hablado. La sala principal tenía las paredes casi cubiertas con pequeños textos mecanografiados, algunos manuscritos, algunos vilmente impresos. Los textos contenían pequeñas descripciones y relatos. No me convencía; pero como los cinco o seis curiosos que pablaban la sala además de mí no parecían muy extrañados, decidí imitarlos y me dediqué a inspeccionar los textos.
Pero la primera elección, al azar creía yo, me hizo topar con un pequeño resumen de mi llegada a la exposición. Turbado fui a comprobar otros textos; por supuesto, hablaban de otros asuntos. Comprobé concienzudamente que la probabilidad jugaba en contra del suceso, antes de volver a inspeccionar mi lectura inicial. Consideré interrogar a algunos de los visitantes para contrastar impresiones; pero eso mismo estaba escrito en el texto y algo en mi interior decidió rebelarse. Así que quise ser metódico: intenté leer todos y cada uno de los panfletos. Mucho antes de que desistiera ya había descubierto que habría sido imposible. Las paredes ofrecían una hidra de lecturas que ningún humano o aparejador podría haber colocado.
Algunos textitos parecían referirse expresamente aquella misma circunstancia. Eran conjeturas, pues ninguno era tan claro y tan explícito como el primero. Al cabo de unas horas (tanta mi ofuscación) mi criterio para interpretar el significado directo o indirecto de las narraciones se había relajado mucho y cualquier cosa podía ser la clave de mi propio gesto indagador.
En una de las ocasiones en las que descansaba mi pensamiento paseando simplemente por las galerías, vi desde lejos a la mujer que tanto me había llamado la atención en el recital de la otra tarde. Cambié de interés y recogí valor para hablar con ella. Mi natural timidez me desvió de nuevo a rebuscar entre los textos, buscando aquel en el que se describía como iba a saludarla.

viernes, 10 de octubre de 2014

La tienda se encontraba al final de un callejón sin salida, donde compartía ofertas con locales de todo tipo. La fachada resaltaba por contraste con las demás; ella parecía ensimismada cuando las demás invadían el callejón con anuncios y reclamos. Había, pues, que sortear toda una selva de clientes y productos para encontrarla, casi por milagro.
La fachada constaba de un gran escaparate en el que se confundían objetos, imágenes y palabras; al lado, como una vieja sentada junto al balcón, una pequeña (diminuta en comparación) hermosa y sencilla puerta, tan delgada que se diría siempre abierta. Si cerrada, todo el conjunto parecería invisible.
Dentro te recibía un gnomo no más alto que tu ombligo, de miembros delgados como palillos que amenazaban con romper sus ropas (por eso gruesas), con bigotes de todos los colores pardos y grises bien poblados, hirsutos. Parecía andar siempre por el espacio casi inexistente entre los mostradores. Murmuraba; acompañaba sus respuestas con alguna interjección.
Unos entraban sólo por curiosidad y el gnomo los enredaba y acaban saliendo cada vez con algo que creían haber estado siempre buscando. Siempre volvían (nunca encontraban a más clientes allí). Para unos era más bien una consulta, para otros un taller; unos empeñaban, otros debatían. Allí se realizaban apuestas. Allí cuestionaban la filosofía y la ciencia. Configuraban regalos. Escribían panfletos difamatorios. Se concertaban encuentros clandestinos. 
Todos admiraban al gnomo. Desconfiaban de él; era inevitable. Le entregaban todos sus secretos, sin darse cuenta. Él los trataba con sumo respeto. Se reirá de ti. Su rostro te parecerá inescrutable. Cuando entres, te resultará imposible saber qué otra cosa vienen a buscar allí, es más, ni se te pasará por la cabeza que otros conozcan ni vayan a entrar jamás por la pequeña puerta, sencilla, vieja y hermosa.
Una vez fuera, nadie la recuerda, hasta que vuelve.

jueves, 9 de octubre de 2014

Brotó una higuera entre los pisos de una calle considerablemente estrecha. Saltaba de una fachada que se descomponía. Sus raíces fueron la ortopedia de una estructura destinada a la destrucción. Sus ramas parsimoniosas buscaban, qué si no, la luz. Se apoyaban en la fachada opuesta como los dedos de un amante en el cuerpo que acaricia durantes años. Así dedos, y brazos, y el hombro y el cuerpo entero tumbado sobre la fachada y creciendo hacia la herida de cielo. Sus ramas como un chorro de madera que desafía la gravedad, el tiempo y la materia.
La calleja era cada vez más hermosa. Enormes hojas o mágicos farolillos verdes. Olor de campo, burbujas del sol, en el centro más antiguo de una ciudad de sombras. En verano quiénes no se detenían. Los insectos cuidaban allí sus modales. Nada que decir de los gatos. De las parejas. De los turistas. De los poetas que utilizaban su estampa como soporte para su poesía urbana. Los versos eran absorvidos por el latex de sus múltiples tronchaduras (las ramas apretaban la calleja hasta el paroxismo), y serigrafiados por el jugo de los higos en descomposición. Incomparables las tormentas, ¡las tormentas!
Todas esas huellas influyeron en su crecimiento. La higuera se hinchaba durante años tan hermosa. Se convirtió en una torre, en un ramo colosal. Se convirtió en una cueva, en un laberinto de cuevas. Se convirtió en un monumento. Resistía la pobreza del invierno y el sadismo del verano. Resistía las obras públicas (tan complejas ya sus raíces). Resistía las navajas de los adolescentes. Resistía el Ana & Andrés. Resistía una y otra fecha de compromiso. El odio y la torpeza. El Ayuntamiento quiso proteger la higuera, pero se le escapó de las manos. Científicos y botánicos eran abducidos por la bibliografía que ellos mismos generaban y nunca visitaban. Los pájaros se hicieron reyes y su corte era mágica.
Un anciano se quedó dormido al pie de esa calleja, que era toda ella hueco e higuera. Como era un lugar protegido, nadie se atrevió a despertarlo. El aroma de los higos y las moscas le harían soñar con la niñez. O con el sexo. El anciano permaneció dormido durante años. Apareció en múltiples fotografías. Se le citaba en miles de chistes. Dio nombres a bares. Cuando las calles se desmoronaron y sólo quedó el esqueleto de las casas esculpido por las inverosímiles raíces de la higuera, el anciano aún estaba allí. Cuando remodelaron el barrio y cercaron por un elegante jardín la misteriosa higuera escultora de edificios, el anciando aún estaba allí. Los niños jugaban alrededor de su figura, nacarada de látex durante décadas. Subían como gatos, Jugaban como amantes. Soñaban como turistas. Surgió una guardia suiza de monos arborícolas, lemures, dragones aulladores, elfos, demonios con higos como testículos, con escudos hechos con hoja de higuera, con afiladas lanzas de pura luz.
Todo esto terminó la noche del incendio de las cartas de amor.

miércoles, 8 de octubre de 2014

La lluvia empapaba sus ropas, sus cabellos, su sonrisa rebosante de lluvia casi no se veía, delirante de besos. Corrieron un poco y se refugiaron en un portal. El estruendo de la lluvia sobre los monumentos, sobre el piso de las calles y sus turistas, los tejados, los grandes chorros estridentes que saltaban de los tejados en picado hasta el suelo, hasta los turistas, hasta los besos, hasta la lluvia incipiente que casi no se veía, las carcajadas que se confundían con el estruendo de la lluvia. Sus cuerpos bajo el portal, apretados de puerta y de lluvia eran dos turistas. Sus ropas eran turistas de la lluvia y de sus cuerpos. Ellos eran turistas de sí, no estudiantes, no hijos, no ciudadanos. Eran visitantes del beso y de la lluvia. Y aún arreció más, y los turistas corrían y se refugiaban en los portales. El cielo apretó su gris tras las bofetadas de lluvia. Se imaginó besándola, salpicados de agua ya limpia de fuerza que llevaba, derramándose en sus labios que eran ya la lluvia misma. Y ella imaginó que la besaba, que la abrazaba sin escapatoria de portal y brazos, que su cuerpo entero la besaba hasta la boca, con sus ropas mojadas y sus manos de lluvia y sus brazos de lluvia y sus piernas contra ella, calles y frío y viento encendiendo su corazón. Tanto, que cuando se besaron realmente llevaban una eternidad empapados por la ficción que latía y sabían que en el recuerdo no escamparía, no escamparía ya nunca.

martes, 7 de octubre de 2014

Aprovecharon que Alex y Luis habían llegado al momento álgido de la partida. Estaban enfrascados en los lances y las apuestas. Aunque se hubieran dado cuenta de qué más sucedía, no se hubieran arriesgado a distraer su concentración. Así que subieron las escaleras (Marta delante y Papel detrás, volviendo la cabeza a cada rato, como si hubiera algún peligro) y entraron furtivos en el estudio.
Ernesto los miró entonces desde su lámpara pobre y moribunda. Papel y Marta se pararon como estatuas bajo el umbral, abrazados y sonrientes, con la mirada fija en Ernesto. Escaleras abajo llegaba desde la oscuridad el sonido vibrante de Alex y Luis, partida y espectadores. Al cabo de unos segundos, la pareja juzgó que Ernesto era inofensivo, un útil más de la mesa de estudio. Entraron en la habitación y se echaron en la tristísima cama, que los recibió con crepitante energía. Ernesto encanchó su mirada en el perseguir de labios. Se apresuró a recoger sus apuntes, sus cuadernos y sus libros, al tiempo que desviaba los ojos una y otra vez, alerta, hacia la pareja de amantes. Papel había descubierto el pecho de Marta, que se erguía entre las ropas empujado por una mano firme que buceaba entre sus pliegues (luego una masa de luz, pierna encendida de mujer que surgía y volvía a sumergirse, dispersó las falsas tinieblas) . El pecho de Marta brillaba atrayendo sobre él toda la escasa luz. Chasqueaban las bocas aquí y allá, en bocas y cuello. La lengua en el pecho no sonó. A la ropa que crujía al frotarse nadie le hacía caso. La cama reía nerviosa. Ernesto oyó, quizá por primera vez, los ruidos de la partida bajo sus pies. Apretaba sus libros con sus dedos ateridos. Marta hundió sus delgados brazos cintura abajo de Papel.

lunes, 6 de octubre de 2014

Se dice que el viejo inspector guardaba en un lugar secreto los viejos documentos que rescató de la guarida del ladrón de cartas. Los salvó del incendio. Los salvó del archivo de policía. Los salvó de los periodistas. De los ladrones vulgares. Mapas. Cartas. Diarios. Sobre el personaje que se inventó. Sobre la persona que era o la que fue. Estrategias. Memorias. Quién sabe. Nadie conoce esos documentos; todo es leyenda.
Se dice que los legó a su hijo, y este al suyo y así durante generaciones. Pero el árbol de descendientes es ya tan viejo y frondoso que es difícil distinguir entre ramas y hormigas. Por supuesto, la lista de sospechosos horizontales es finita; amplia, imprecisa, pero finita. Y sólo uno puede ser el depositario de ese legado. No sólo eso, es el depositario de su deseo; pues difícilmente se mantendría oculto sin cultivar el conveniente deseo. Si es que todo esto es verdad.
Se dice que una mujer se lanzó a la búsqueda. Un deseo así tiene que notarse. Investigó. Dicen que llegó a algo. Cuando me lo contaron no me quedó muy claro cuál era el objetivo de esa mujer, si el heredero o el legado del ladrón (el misterio por el misterio, el ejercicio de su propia inteligencia, el deseo, cualquier otra posibilidad velada a su torpe imaginación). Si aún vive, si alguien la conoció, yo estoy dispuesto a encontar a esa mujer, por más que sea leyenda de leyenda.

domingo, 5 de octubre de 2014

Crees que conoces a alguien porque identificas el sonido de sus llaves. El llavero de mi padre iba a reventar de tantas que tenía. Su sonido era inconfundible. Ahora podría decir que conocerlo era estar en casa cuando llegaba, ahora que no estoy yo, ni él, ni la casa. De entre todos los vecinos, aprendí cómo era el llegar de mi esposa. En cambio, confundo las voces de los vecinos y sus esposas: he vivido años en la confusión. Crees que conoces algo porque identificas el sonido de sus llaves. Y un día ves las llaves, las mismas que antes iban a reventar y ahora no pertenecen a nadie ni abren puerta alguna. En esta ciudad.

sábado, 4 de octubre de 2014

Cuando lo atraparon, sus vecinos-víctimas actuarían de oficio, es decir, siguiendo la deriva general de los actos. No podemos culparles de que no reconocieran a tiempo el increíble prodigio que fue simplemente sobrevivir al incendio, el mismo que horas o minutos antes (muchas, muchos) les había entregado una lluvia de trozos de amor en cartas incandescentes (que se extinguían en el aire pero sobrevivían en sus manos). Cómo exigirles entonces que analizaran la fina, meticulosa, sostenida, orfebrería, arquitectura, pedagogía, de su crimen.

viernes, 3 de octubre de 2014

Lo pilló de improviso, pues pensaba que el esguince estaba ya sanado. Varias veces había vuelto a hacer ese mismo trayecto, tan cotidiano, por lo demás (semanas). Cierto que cruzaba media ciudad, zigzagueando las indisciplinadas callejuelas; pero era su desplazamiento habitual. Su desplazamiento habitual. Su desplazamiento habitual. No se había percatado de cuánto llevaba cargando su tobillo ese día en concreto, y ni siquiera en el momento (lejano) del percance le había dolido tanto. Tanto. Y crecía con cada paso. Pero aún le quedaba ciudad por recorrer, barrio por recorrer y no le quedaba otra (descártese trasporte público por el garabateo del casco antiguo, al menos en el sentido a casa, antiguo). Se detenía, se armaba de dolor; y la pura tensión ultrafísica crecía simple con el tiempo, no ya con los pasos, hasta que y cada vez más insoportable volvía otra vez.
Podría pedir ayuda, pero qué transeúnte estaría dispuesto a alterar su itinerario, a cargar con él. ¿Por qué no se quejaba: ayúdeme, conózcame lo suficiente para un tobillo hasta mi casa?  Era esa la tortura de una confianza atrofiada. Ni lo intentó. Ni se le ocurrió. Con cada paso arrastraba la acumulación de pasos, las calles enganchadas, pasos-ganchos, calles-ganchos, las conversaciones de pie, un grillete creciente de inhabilidad social. Era el esguince de su amor el que le empujaba a seguir dilatando. El tobillo maldito y el llegar a casa. Los ligamentos de amistades mal ejercitadas que le llevaban a resistir sin confiar, de declaraciones truncadas, y dejar que el dolor fuera tatuándose en sus futuros sueños, quiero decir, huesos, quiero decir, besos, quiero, quiero, quiero.
Y seguía hasta su casa. No se rendía en brazos de la calle. En la coyuntura posible de una atención hiperbólica, fingida. De una ocasión salvadora, de gesto humano. Nada. El dolor tenía una hoja de ruta. La de siempre, por más que dolor. No atendía a su amante, esguince, seguía y seguía. Fragante tarde de primavera dilatada de regreso.
Nadie en realidad pensaba esto porque era sólo esguince y dolor y seguir por la calle. Y a nadie más que a él (que ya era tobillo, dolor y objetivo-casa) se lo comunicaba. Y por renunciar a conocerlo se le quedó grabado, sin significar nada.

jueves, 2 de octubre de 2014

Comprobaron que indicaba puertas allí donde no las había; pero también donde nunca pudo haberlas. En ocasiones eran lugares absurdos. Dedujeron, entonces, que situaba puertas donde quería simbolizar encuentros amorosos. Si se trataba exclusivamente de besos o admitía otro tipo de encuentros era difícil de dilucidar, y el debate acabó derivando hacia si la cuestión era o no pertinente. Otros llegaron a considerar que aquellos símbolos de puertas simbólicas eran la clave de todo el código cartográfico (si puerta equivale a x, ventana es y, calles z) que escondía no la organización de la ciudad sino las relaciones personales de sus habitantes. Más adelante, surgieron los que consideraban que allí había algo más que una descripción criptografiada: toda una filosofía de la relaciones personales (aún desconociendo realmente el significado del código supuesto).

miércoles, 1 de octubre de 2014

Como el Ayuntamiento consiguió convertir los subterráneos, primero, y las casas y calles del barrio antiguo, después en una especie de parque temático, en un gigantesco diorama arquitectónico del concepto de hiperrealidad (de no ser porque aquí era la reconstrucción de un relato, tinglados más ficticios que la ficción), por la que se movían turistas, eruditos, funcionarios y comerciantes; como la ciudad había sido inundada por una marea de impostura, decidieron fundar en los pisos altos, una nueva ciudad. Grandes empresarios, snobs, casanovas de todo tipo, idealistas sociales, hedonistas utópicos, fueron los colonos pioneros de esta ciudad al elegante borde de la depravación que hoy se extiende de torre en torre.