miércoles, 15 de octubre de 2014

Se encontraban cada noche en la Plaza de la Compañía. Cobijados bajo el pretil de las escaleras se besaban. Sus encuentros duraban apenas minutos, los que podían permitirse antes de que los echaran sospechosamente de menos en sus respectivas casas. Una tarde no pudo acudir, y vivió angustiado horas y minutos, pensando en la decepción de su amante, y que luego tendrían que perder el tiempo hablando o aclarando, cuando urgía el tacto de sus labios húmedos calientes y sus brazos y el aroma intruso de su pelo y sus ropas. Una noche ella no acudió y él se sintió morir imaginando que todo había acabado. Y como no hablaban sino que se desplomaban ansiosos abrazados bajo el pretil de las escaleras espoleados por el frío y la humedad y los nervios de la noche, sus corazones se despedían cada vez más heridos de incomprensión, de anhelo, de posibilidades y fantasías. Su beso vivía por ellos y ellos sólo vivían la despedida. Cuando sus ojos se encontraban comprendían la pronta extinción de su mirada y que el hambre de labios les llevaría a lidiar todas esas historias, sucedidas o imaginadas, sentidas, a dientes y lengua.

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