lunes, 19 de septiembre de 2016

La memoria del zahorí

   Esa mañana, varias ráfagas de golpeteo llamaba a la puerta de Manuel. Perezoso por el repentino despertar, pero urgido por la insistencia de las llamadas, tuvo que vestirse a trompicones y asearse como pudo. Bajó aún algo dormido, casi cayendo, las escaleras. Al dirigirse a la puerta de la calle sintió como una pequeña punzada el no dirigirse, como era habitual, a la cocina. Hoy no desayunaría; al menos aún.
   –¡Manuel!
   El zahorí abrió la puerta con premura y desdén. Lo esperaba un grupito de unos cinco vecinos serenos e impacientes, apretados en el zaguán. Manuel los reconoció al instante, pero como aún no estaba despierto del todo, demoró una mirada por cada uno mientras hablaba.
   –¿Qué es esto, por Dios? ¿Ha pasado algo?
   Pero en los rostros de sus vecinos no había un ápice de miedo o angustia; sí una curiosidad urgente, ansiosa.
   –Buenos días, Manuel. Queremos que observes el agua del pozo que nos encontraste.
   –¡Qué pronto habéis terminado el pozo!
   –¿Nos permites?
   Manuel les abrió el camino hasta el salón, donde otras veces se habían reunido estos u otros vecinos. Había en esa ocasión cierto aire conspiratorio. El silencio era tenso y expectante. Todos se aprestaron a sentarse en torno a la mesa de café, acomodando sus nalgas en los sillones, en el sofá, las sillas, inclinando su cuerpo todos hacia el centro. Sobre la mesita de café, el dueño del pozo sacó una pequeña tinaja que traía guardada en un enorme bolsón de piel. 
   –Trae algunos vasos.
   A Manuel le desconcertaba toda aquella solemnidad natural, le importunaba a esas horas de la mañana, pero la contundente resolución de sus amigos le empezaba a excitar la curiosidad. Fue a por los vasos y volvió, decidido a no demorar más el asunto y acabar, fuera lo que fuese.
   –Mira.
   –La tinaja está vacía.
   –¿Sí, verdad? Cógela.
   Manuel alzó la tinaja vacía. En efecto, no pesaba más que lo que el barro hacía suponer. Sin embargo, notó como si la tinaja oscilara en sus manos, como si estuviera llena de agua. Incluso empezó a ver en el interior los típicos hilos de luz producidos por la refracción caótica del líquido.
   –¿Qué es esto, un truco de magia? ¡A estas horas! ¿De qué feria venís? –exclamó Manuel devolviendo con enfado la tinaja a la mesa.
   –¡Que no, hombre! Míralo bien.
   El dueño del pozo, al que todos parecían haberle dado la portavocía tácitamente, cogió un vaso y lo introdujo en la tinaja vacía, como si lo llenara. A continuación vertió la presunta agua en otro vaso. En esta ocasión, todos pudieron comprobar, con alegre satisfacción, excepto la extrañeza absoluta de Manuel, que el agua caía hacia el vaso con todo su juego de brillos y con toda su jovial sonoridad. Pero bien mirado, no caía nada. Manuel cogió el vaso, casi se lo arrebató de las manos aunque su vecino bien se lo ofrecía. Estaba vacío; sin duda. No pesaba.  Manuel lo agitó y notó cómo el agua se derramaba y salpicaba. Las presuntas gotas cayeron sobre su piel, notó su humedad y su frescor; pero no notó cómo ese frescor perduraba y se desvanecía poco a poco, como era propio del agua. Al pasarse la mano sobre el brazo, la piel estaba seca.
   Ya con cierto temor, Manuel decidió probar un trago. Notó perfectamente el líquido deslizarse por sus labios, pero nada en la boca. Engulló con cierta aparatosidad y volvió a notar el agua bajar por la garganta. Pero nada más. Inmediatamente era como si no hubiera bebido nada. El vaso seguía tan vacío como antes parecía igualmente vacío. Manuel, en seguida consideró si realmente había algo en su estómago o no. Aún no había desayunado: ¿cómo distinguir un estómago auténticamente vacío de un estómago lleno de un pseudo-vacío? Manuel no era tan culto como para tener la noción de “pseudo”-nada, así que probablemente, sus cosideraciones sobe el pseudo-vacío eran también pseudopensamientos, alimentados tal vez por la pseudoagua que ahora recorría sus tejidos y sus venas. Si eso era así, tal vez se trataba ya de pseudotejidos, de pseudoneuronas que estaban produciendo así un pseudo-pseudopensamiento.
   –¿Qué hacemos ahora? ¿Qué hacemos con esto?
   –De momento creo que este asunto no debería ir más allá de nosotros seis. Lo siguiente, sería llevar alguna muestra a un laboratorio.
   –¿Habías visto alguna vez algo así?
   –No, desde luego.
   Pero entonces supuso que tal vez su memoria no era auténtica. Tal vez llevaban siglos bebiendo de esa agua, sin saberlo. El pozo, sin duda estaba ahí, donde él lo encontró. Fluía, si es que hacía algo, por debajo de la comarca, en conexión con otros pozos. Tal vez se había mezclado con otras aguas, aguas auténticas, y entonces hubiera sido imposible detectarlo. Regaban los viñedos con no-agua. Bebían en la fiestas ese menos-vino. Y así sus pensamientos eran ausentes, sus conversaciones vacuas, sus recuerdos fantasmas. Así pues, ¿y si había visto algo así alguna vez pero la naturaleza misma de la no-agua le impedía recordarlo? En ese impedimento, ¿tendría la no-agua una inteligencia propia? Una inteligencia que consistía precisamente en la no-inteligencia, el no-recuerdo.
   Especulaciones. Especulaciones fundadas en algo que se comportaba como el agua, pero que era absolutamente transparente, con tacto pero sin peso, sin humedad, sin temperatura.
   –¡Tengo una idea! ¿Quién tiene un acuario con peces?
   Los hombres comprendieron al momento. Todos levantaron sus cincuenta años de músculo con el entusiasmo de niños de un metro que acaban de capturar una lagartija.