sábado, 20 de septiembre de 2014

Uno de sus sueños recurrentes se hizo realidad años más tarde cuando un amigo dobló una esquina donde sólo había pared. Era, hasta entonces, había sido, una calle larga y recta, sin cruces, porque era la calle que bajaba por el perfil de la perdida muralla, ahora transformada en una sucesión de casas. Sólo algunas puertas. Pero el amigo giró, y en ese movimiento creyó que no desaparecía de la calle sino que se introducía en sus sueños. Lo condujo a una calle estrecha que surgía de alguna puerta. La calleja era más bien una escalera. La escalera era en realidad una sucesión de patios diminutos. Requiebros y requiebros que deberían ante toda lógica destruir las direcciones y haberse topado de nuevo con la misma calle, la de siempre. Pero no. Salieron juntos a otra que era, hasta entonces, había sido siempre incaccesible desde la primera. Tantas veces había soñado ese mismo descubrimiento. Un atajo en una ciudad supuestamente de piedra.
Porque de niño había callejeado de noche sin saber y las callejuelas se habían infiltrado en su alma. Porque de adolescente se topaba con lugares imposibles detrás de recovecos absurdos. Porque la ciudad durante años y vidas seguía retorciéndose entrecruzándose circuvolucionándose, como el espacio mendiante entre los cantos rodados de su suelo.
Uno va pisando niñez, amistad y sueños. En la ciudad de las salidas innumerables.