martes, 11 de noviembre de 2014

Había en total veintisiete colegios repartidos por la ciudad. Antes de amanecer, convertía la ciudad en un hormiguero de mochileros cabizbajos y somnolientos. Había que esquivar sus rutas o uno acababa enredado en su clima de ingenuidad y esperanza. Para llegar fresco y original al trabajo había seguir una ruta zigzagueante que requebraba rodeos por las tortuosas callejuelas de la ciudad antigua. Antes del almuerzo, veintisiete explosiones lanzaban a los infantes cargados de violencia y hambre como hormonas calles abajo. Uno tenía que esquivar sus rutas o moriría de odio y juventud. Para mantenerse fresco y original no quedaba (a esas horas) más remedio que bajar a las catacumbas y cruzar por debajo la ciudad; todos conocemos ya el riesgo que eso conlleva. Y de tarde, aparecer en el cuarto de algún estudiante que duerme la siesta, o repasa los libros y termina las tareas deprisa porque tiene que ir la clase de violín, o escucha música y piensa en su próxima masturbación, o escucha música y piensa en que alguien tropezó con ella y la miró y olía a tinta. Una vez allí es imprescindible escapar sin ser visto, como sea, asumiendo de una vez por todas la inevitable derrota.
Ella empieza una conversación, porque sabe que, si no, él se dormirá. Sigue excitada y pronto tendrá que marcharse y no volverán a verse. Si se duerme ahora todo acabará. Él detesta en ese momento cualquier comentario: las palabras le vienen como de lejana inmigración apenas reseñada en los periódicos. Pero la quiere tanto que se deja mentir, para que las palabras de aquella mujer desconocida le traigan la voz de su amante, a la que pronto perderá. El cuerpo apenas puede moverse más. El trabajo lo ha vuelto viejo después de los años y el amor lo ha vuelto joven después del amor y es posible que en breves instantes caiga muerto de pura imaginación. Le entra hambre de ella porque pronto se marchará y su boca no puede consentirlo.