miércoles, 8 de octubre de 2014

La lluvia empapaba sus ropas, sus cabellos, su sonrisa rebosante de lluvia casi no se veía, delirante de besos. Corrieron un poco y se refugiaron en un portal. El estruendo de la lluvia sobre los monumentos, sobre el piso de las calles y sus turistas, los tejados, los grandes chorros estridentes que saltaban de los tejados en picado hasta el suelo, hasta los turistas, hasta los besos, hasta la lluvia incipiente que casi no se veía, las carcajadas que se confundían con el estruendo de la lluvia. Sus cuerpos bajo el portal, apretados de puerta y de lluvia eran dos turistas. Sus ropas eran turistas de la lluvia y de sus cuerpos. Ellos eran turistas de sí, no estudiantes, no hijos, no ciudadanos. Eran visitantes del beso y de la lluvia. Y aún arreció más, y los turistas corrían y se refugiaban en los portales. El cielo apretó su gris tras las bofetadas de lluvia. Se imaginó besándola, salpicados de agua ya limpia de fuerza que llevaba, derramándose en sus labios que eran ya la lluvia misma. Y ella imaginó que la besaba, que la abrazaba sin escapatoria de portal y brazos, que su cuerpo entero la besaba hasta la boca, con sus ropas mojadas y sus manos de lluvia y sus brazos de lluvia y sus piernas contra ella, calles y frío y viento encendiendo su corazón. Tanto, que cuando se besaron realmente llevaban una eternidad empapados por la ficción que latía y sabían que en el recuerdo no escamparía, no escamparía ya nunca.