lunes, 10 de noviembre de 2014

Aquel loco había fabricado una locura inmune a tratamientos, pertinaz, rápida y contagiosa. Pensaba dejar la locura al sol en alguna plaza. Así que fueron de plaza en plaza, por las tardes y por las noches (de día había que trabajar). Disimulaban todo lo posible, se sentaban en las terrazas y bebían cerveza si era necesario. Esperaban por si veían surgir la locura. A veces se bañaban en las fuentes, bebían como hombres antiguos. A veces se sentaban en los bancos hablando de esto y aquello para detectar el eco de la locura. Lanzaban guiños a las mujeres y las besaban si era necesario.
Mientras pasaba su mejilla lija de barba postrera por la tibieza de sus senos sabía que le dolería no poder olvidarla. La apretaba contra sí; pero aquello no era tenerla lo suficiente. Recogía en su cuerpo el ritmo que le pedía y se lo devolvía con violencia y desesperación; entonces ella se alejaba en su placer y él quería recuperarla apretándole los brazos y golpeando aún más sexo con sexo, pero sabía que le dolería tanto cuando finalmente se marchara y quedara aún la presión de su cuerpo en su piel, en su barba. Se la comería. Quería atrapar la con su mirada; intento saboteado por la miopía decente. Qué cuerpo de mujer desplegado ante él, que se la llevaba. Aquello no era tenerla lo suficiente. Quería educar los cuerpos desnudos, castigarlos a placer y abrazos, para que no se marcharan, para que dejaran colarse la distancia. Los cuerpos desobedientes. Su hermoso cuerpo de mujer desobediente.