martes, 9 de septiembre de 2014

Y fue así como pasó de moda. La gente no sabía lo que hacía. Llegaban desde lejos y hacían fotos, no sabían muy bien por qué. El monumento seguía allí, la torre seguía allí, la puerta seguía allí. Allí mudo el letrero grabado en el suelo indicando que esa era la Puerta del Perdón. 
Entonces, esfumada mi juventud social, mi vida romántica, decidí escribir un relato sobre la Puerta y su letrero. Colgué mi relato en internet. La escasa repercusión y el largo tiempo llevó una vez más la idea de casa en casa, con ese pulcro anonimato que tanto me gusta, y, por cosa de los motores de búsqueda, cuando los turistas llegaban a la Mezquita y enfocaban la torre o la puerta, la realidad aumentada los llevaba a ese relato y otros muchos que se habían ido generando, porque la gente de mi generación que... en fin, todo eso.
Ahora cada cual quería contar su encuentro bajo la Puerta del Perdón en su blog, en su página privada, escribían microcuentos autobiográficos dando su toque personal sobre la Puerta, la Mezquita, la libertad, el amor, el futuro, el Perdón, y todas esas intelectualidades de la pura inocencia y el erotismo. Cuando los famosos se sumaron a la idea y cuando el dinero se sumó a la idea y cuando las nuevas generaciones se sumaron a la fama y al dinero, la red de redes estaba plagada de Puertas del Perdón que contaban historias, y luego surgieron las Puertas de la Tardanza, y las Puertas de la Envidia, hasta que los fanáticos, los puristas, los exégetas se empeñaron en recordar que el origen de todo esto era la Mezquita con sus puertas y que esos debían ser los nombres; no yo (que por otra parte, hacía años que había muerto) sino la Mezquita con sus puertas incontables.