jueves, 9 de abril de 2015

La herida

Caminaba a trompicones, agarrándose como podía a las paredes de las casas. La madrugada mantenía desiertas las calles. Un cielo naranja amenazaba con llover de un momento a otro. En su caminar endeble, a veces resbalaba y tropezaba con los charcos. Se movía por intuición, apenas veía más allá de sí. De vez en cuando, como un extraño tic, separaba la mano del vientre y la contemplaba toda llena de sangre. Nunca hasta ese momento había visto la sangre así de líquida. Entonces pensaba en la diarrea de los bebés, y volvía a aferrarse el vientre con asco y furia. Mientras avanzaba, su mente divagaba, se derramaba como una hemorragia de dolor y de rabia. Lo que más le cabreaba era la estupidez de aquella herida. Apenas había pasado todo en unos segundos, como por despiste, y sin que sirviera para nada más que para que él se viera ahora moribundo. Le horrorizaba que su vida fuera a terminar de manera tan inútil, sin que a nadie le aprovechara su ausencia ni su presencia. De qué manera tan trivial ya no podría realizar nada de lo que había compuesto en el futuro, ni siquiera las más insípidas menudencias cotidianas que habría hecho al día siguiente. Estuvo a punto de reír al pensar en las tostadas que solía desayunar. Creyó sentir hambre, pero aún podía darse cuenta de que sólo era la falta de sangre que se empezaba a notar. Ya no estaba lejos de su casa. Pensó en su casa vacía, la imaginó esperándolo preocupada como una fiel esposa. Ya no podría compartirla con nadie. Había perdido su oportunidad de conocer a Aurora, esa muchacha de rostro alegre, delicada e inocente que estaba destinada a amarlo, a disfrutar con él la mayoría de los buenos momentos, o por lo menos aquellos que de verdad merecerían la pena. Bueno, inocente pero sólo en apariencia, porque Aurora por dentro era muy sabia, y fuerte, su fragilidad era sólo aparente. Eso era lo que le gustaba de ella. Ya no la conocería. Nunca. De repente se había quedado sin rostro, se había quedado sólo en su nombre. Eso era lo que más le cabreaba. ¿Es que él no merecía conocer a Aurora? ¿Por qué una estúpida herida debía privarle de su felicidad? Volvió a mirarse el vientre. La sangre lo había empapado todo. Estaba tardando demasiado en llegar a casa. Si no se esforzaba moriría en la calle como las ratas. Tal vez él no fuera mejor que las ratas. Tal vez aún debía esforzarse en demostrar que era mejor que una rata; que tenía casa, que alguien lloraría su muerte. Sí, alguien lloraría su muerte, pero nada más. El llanto pasa. Él no era imprescindible para nadie. Aquella ciudad no notaría su muerte. Los que le lloraran acabarían olvidándolo, ¿en cuanto tiempo?: ¿una semana, dos años? Tarde o temprano todos acabarían muertos de risa con un cubata en la mano, tal vez hablando de él, recordando los buenos tiempos; tal vez hablando del último concurso de moda en televisión. Lo que más le molestaba era que tal vez hubiera en aquella ciudad alguien que lloraría su muerte, y que él no conocía, o no recordaba. Sería injusto haber muerto sin darle la oportunidad de conocerse de verdad. En ese momento tal vez alguien pensaba en él sin que él lo supiera, y ya no lo sabría nunca. Tal vez Aurora estaba pensando en él. Tal vez era la muchacha que se cruzó con él al salir del banco y que tenía esos zapatos tan bonitos. Y ya no lo sabría nunca. Al fin había llegado al portal de su casa. Buscó las llaves. No estaban en los bolsillos de los pantalones y renunció a buscarlas en los de la chaqueta o la camisa. Aquella otra mano aún estaba limpia. La contempló. Blanca como el mármol. La comparó con la otra, la que chorreaba sangre y le recordaba a los filetes de ternera que había comprado aquella mañana. ¿Dónde mierda había perdido las llaves? No quería morir en el portal de su casa como un borracho, como un yonqui miserable. Pensó en las noticias del periódico. Su “Encontrado muerto en un  portal” apenas ocuparía ni media columna en la página de sucesos. ¡Qué estúpida noticia! ¿A quién iba a interesarle? No podía morir así. Salió del portal y se dirigió al centro. Por algún instinto pensaba en la estatua que había en la Plaza Mayor, ese general de mármol que alzaba su espada como un falo en su ridículo pedestal. Pensaba en el pedestal de mármol y el emblema de oro. Y en el minúsculo jardincito que lo protegía del tráfico y los tubos de escape. Le cabreaba la inutilidad de aquella riqueza. Su ridícula muerte se uniría a aquella ridícula estatua. Su muerte sería una gran risa de ridiculez. Intentó una carcajada. No pudo. Su vientre ya no le dolía, pero era porque se había acostumbrado al dolor como hacen los ojos con la oscuridad. Ya no sangraba, no había presión suficiente. Debía llegar hasta la estatua. Allí amanecería su muerte, su acto de rebeldía, de furia contra lo banal, contra lo superfluo. Le cabreaba que su muerte fuera superflua, que no tuviera razón de ser. Lo que más le cabreaba era que nadie hubiera provocado su muerte, no poder culpar a nadie por su muerte repentina y estúpida. Era eso, que hubiera estado en este mundo por nada y para nada, y que lo abandonara por nada y para nada; por accidente. ¡Quería un culpable, exigía un culpable! Y que no hubiera nadie le cabreaba. Al fin llegó a la Plaza Mayor. Húmeda y desierta. En el centro, la ridiculez del general iluminada por la luz amarillenta de las farolas. Avanzó, casi cayó al jardincito. Se quedó allí tumbado, marcando el blanco pedestal de mármol con su sangre ya imborrable, boca arriba mirando cómo el amanecer se desplegaba por detrás de las nubes indecisas. Entonces empezó a sentir el frío. Fugazmente imaginó su foto en primera página. Comprendió que lo que más le cabreaba era que aquel instante era el momento más literario de su vida. No recordó hasta entonces, en esa sensación de eterno retorno que comprobó real antes de la muerte, ningún otro momento que fuera digno de ser relatado. No había en su vida nada especial; ningún triunfo, ningún fracaso, nada lo suficientemente extraño ni suficientemente normal. No. El único momento literario de su vida había de ser su muerte. Le molestaba que si alguien tuviera que describir aquel momento tendría que hablar de la muerte. No le gustaba que los poetas hablaran de la muerte. Hacer literatura con la muerte es muy fácil. Basta con pronunciar la palabra “muerte”, pronunciarla, para que un texto suene a poético. Su relato sería, pues, un relato fácil, un relato que podría escribirse a bote pronto. La facilidad de su relato; eso era lo que más le cabreaba.