No. Porque tocó la blanda carne de su cintura no, de su costillar, abajo del pecho aún, con sus manos frías y ella se revolvió sin poder evitarlo. Sin embargo, no iba a desistir y se acercó con su cuerpo caliente y áspero y sus manos frías, sus brazos fuertes. Ella se acercó con su boca, se alejó con su cuerpo, se acercó con su rodilla, se alejó con la cadera y dejó caer sus cabellos en el torso decidido de su amante. Labios húmedos y manos frías.
Tenía que cruzar cada mañana la ciudad por la ribera del río. No podía avivar el paso porque si se agotaba iría luego más lento. La respiración violenta y rápida le secaba la garganta. Pero, si iba demasiado despacio, el frío y la iban envolviendo como un ejército de acosadores pretendientes. Sacaba sus manos, guantes gruesos y a la moda, y frotaba tela con tela del abrigo y se llevaba la suave calidez, como llegada de una hoguera de vainilla, a su cara. El frío iba mordiendo, la iba desnudando. Ella afirmaba el paso. La humedad recorría sus huesos como un orgasmo de hielo. No iba a poder llegar. Moriría de frío, de humedad, de sexo y de dolor esa estúpida mañana en la ribera del río. Y así cada día.
Tenía que cruzar cada mañana la ciudad por la ribera del río. No podía avivar el paso porque si se agotaba iría luego más lento. La respiración violenta y rápida le secaba la garganta. Pero, si iba demasiado despacio, el frío y la iban envolviendo como un ejército de acosadores pretendientes. Sacaba sus manos, guantes gruesos y a la moda, y frotaba tela con tela del abrigo y se llevaba la suave calidez, como llegada de una hoguera de vainilla, a su cara. El frío iba mordiendo, la iba desnudando. Ella afirmaba el paso. La humedad recorría sus huesos como un orgasmo de hielo. No iba a poder llegar. Moriría de frío, de humedad, de sexo y de dolor esa estúpida mañana en la ribera del río. Y así cada día.