lunes, 15 de septiembre de 2014

Como se hicieron célebres los largos debates entre Alberto y Bartolomé. Comenzaban en cualquier plaza y luego se alargaban dando paseos por la Judería sorteando los más alambicados vericuetos dialécticos. Los razonamientos de ambos eran tan atinados al tiempo que dispar su punto de vista que con facilidad acaparaban la atención de oyentes cercanos, hasta el punto de que empezaron a seguirlos en sus paseos. 
Ellos, enfrascados en el análisis de sus discusiones, no echaban cuenta (o sí, eso habría que determinarlo con testigos de sus conversaciones) y ensortijaban sus trayectos por las callejuelas. La circulación de paseantes se volvió densa y solía ser difícil seguir la procesión; tanto que toda una calleja podía rebosar seguidores y resultar imposible verlos a ellos mismos. 
Pero lo peor era cuando entraban en alguna tetería. Allí pasaban horas sin abandonar el sitio, con solo un servicio de té. Entonces las ventanas se convertían en objeto
de disputa. Acalorados combates por situarse en primera vista. Por oír algo de la conversación o de las discusiones que mantenían los que sí oían algo.
Todo el barrio antiguo se convirtió en un ir y venir de discutidores, mientras que a Alberto y Bartolomé casi nadie los veía. Se suponía que estaban allí y que alguien los escuchaba de veras. Pasaron los años y, claro, había rumores de que alguien los había visto, que los había acompañado por el Puente Romano, que se habían sentado con ellos en la tetería (esto era absolutamente inverosímil, dada la demanda); pero siempre era mucho mayor, de una proporcionalidad terriblemente matemática, la cantidad de personas que nunca tuvo contacto directo con los sabios.