miércoles, 19 de noviembre de 2014

Había aprendido el lenguaje de los pájaros. Fue una desilusión importante, después de tantos años de tedioso estudio. Comprobó que detrás de los complejos enunciados, trinos, retrinos, gorjeos, había contenidos muy simples y poco dispuestos a desarrollar. Pero a partir de ahí, le fue más fácil iniciarse en el idioma de los insectos, de las plantas y los árboles, y lo más importante: dominó a la perfección la lenta comunicación de las piedras, de las arenas.
Quedó en exclusiva posesión de la historia de toda la región, contada directamente por los suelos. Sabía de las quejas de unos edificios con otros y de las afecciones climáticas. Antes que nadie sabía cuándo iba a producirse algún destrozo, dónde el firme era débil, cómo aguantaría una construcción. Esto le acarreó una reputación considerable, florida en favores, envenenada de envidias. Y, como de estas opiniones sabía por las macetas, conseguía estar siempre en el momento adecuado, en el lugar donde se le deseaba, evitaba los (cada vez menos numerosos) locales hostiles, o sorprendía a los vecinos apareciendo allí donde resultaba más útil.
Al parecer, sabía mejor que nadie cómo iba a envejecer. Por el agua sabía de sus propias aguas. Aunque el lenguaje de las rocas es muy lento, deducía qué opinión tendrían de sus gestos y sus hábitos y cómo sería expresada en el futuro, si otro como él supiera entenderlo. Preparó de tal manera su salud que apenas fue víctima del más mínimo exceso: ni siquiera su sobriedad fue tan extrema que inquietara al fango ni a la hiedra. Por eso todos se sorprendieron cuando se escondió en la depresión más compleja y profunda que se pudiera imaginar.
Contaba que había comprendido ciertos saberes secretos, que sólo analizando a un nivel muy fino el discurso lapidario podían descubrirse. Esos saberes eran muy difíciles de comunicar, porque el ritmo de aquellas ideas defería en eones de la pronunciación verbal, de la grafía escrita, y sólo el pensamiento directo podía recogerlo. Ardía en él la impotencia de no poder contarlo. Irremediablemente moriría con él ese saber, que consideraba imprescindible ¡y urgente! para toda la humanidad. A veces pensaba que el día que llegara a comprenderse de modo útil, ya sería tarde. 
Aquel saber minaba su paciencia para las conversaciones normales, para los empeños cotidianos, en los que y en las que tanto había brillado. Los más jóvenes que lo recuerdan, dicen que pasó sus últimos años (unos dicen que varias décadas) intentando construir un modo de expresión, un nuevo lenguaje, un sistema de ideas en el que volcar sus fundamentales descubrimientos: la traducción del secreto del mundo.