viernes, 7 de marzo de 2014

Estudio de una mujer con abrigo celeste I

Cuando me la señalaron, ella llevaba ya un rato en la misma postura (la guardaba como un tesoro que recién hubiera encontrado): apoyada toda su esbelta figura sobre el muro exterior de la sinagoga, las piernas juntas, cruzadas, adaptándose a esa ligera inclinación de escultura contrafuerte (qué paradójico pensar que sobre ella recaía el peso de la sinagoga, porque era ella quien se apoyaba -con todo el pesar de su historia- en la pared) que había adoptado, y los brazos doblados sobre sí, pegados al cuerpo, como si ella misma dependiera de eso que tuviera (no lo recuerdo) entre sus manos. Toda su figura se concetraba en ese retenerse, descansar sobre ese tesoro de instante que hubiera encontrado, antes de empezar con el trabajo (y es importante anotar que su trabajo íbamos a ser nosotros). Estaba cansada, tenía los ojos cerrados, al sol, muy cerrados, sin esfuerzo, muy seria, con esa placidez que deja ver el sufrimiento bien asentado, hecho, adoptado. ¡El gesto de estoicismo bajo el sol de esa mujer! Dejadme este momento, era su gesto. Detrás de sus ojos cerrados, dentro de su cuerpo recogido, y a pesar de su juego de ropas azules (¿sabría acaso que así sería el día, y decidió, a pesar de su pena, salir a juego con el cielo y la lluvia, y sabría que ese sería el último momento de sol que tanto necesitaba?), muy profundamente cargaba una dolorosa historia, que no era la que tenía que contarnos.