martes, 14 de abril de 2015

De sapone. h (meollo)

    Llovió. Por las ventanas por las que entró la lluvia, el jabón espumó. Luego, la espuma de jabón sellaba la ventana misma (supongo que desde la calle se vería salir toda una baba gigante de espuma; pero nadie hizo nada, ningún vecino se entrometió en nuestros asuntos) y la humedad allí ya nunca se secó del todo. Es más, fue transmitiendo su lodazal de jabón por el pasillo a otras habitaciones.
    Cuando lo descubrí (recuérdese que los movimientos por la casa se habían vuelto extremadamente lentos), pasé horas o días intentando llegar hasta alguna ventana a través de la espuma, luego intentando cerrar la dichosa ventana. No sé si llegué a conseguirlo. De vuelta a otras habitaciones, comprobé el repertorio de estragos en los paisajes con lluvia.
    Desolado, rodeado de jabón en lodo y espuma por todas partes, apartado de la que una vez fue mi novia alegre y hermosa, sin esperanza de reencontrarme con la civilización, me encogí y lloré. Mis lagrimas, obviamente, contribuyeron al desastre. No sé qué efecto de salinidad produjo en el jabón que se formó una pasta viscosa e impertinente. Mis gestos se volvieron espasmódicos: una parte de mí quería recuperar la compostura, hablo físicamente, pero otra estaba pegándose con la pasta, mientras que otra convulsionaba por el llanto y algún músculo que no sabría concretar se esforzaba por detener aquel proceso vicioso.

De sapone. g (meollo)

    Ciertamente, el punto de inflexión no llegó aún, ni llegaría mucho después. Nada me podía haber preparado para lo que quedaba por suceder. Con esta idea soy capaz de perdonar al hombre esperanzado de entonces.
    Como el aire era cada vez más irrespirable, no sé si por la atmósfera realmente jabonosa o por mi propio agobio histérico, siempre sentía que me asfixiaba. Se convirtió en una obsesión ir hacia las ventanas para abrirlas y que entrara corriente. Hay que comprender lo difícil del periplo entre una ventana y otra, entre una habitación y otra. Muchas veces las encontraba cerradas, las ventanas que yo creía ya abiertas. Pensaba que ella iba cerrando ventanas para proteger su jabón. Y yo se las abría. Durante cuántas horas, días, meses años, fuimos uno siguiendo los pasos del otro, abriendo las ventanas que ella cerraba, cerrando las ventanas que yo abría. Dos enamorados, no, lo que quedaba de dos enamorados persiguiéndose por la casa, entre el jabón, sin verse, de ventana en ventana.
    Tanta era mi obsesión que se me olvidó el calor y la lluvia y los pájaros y los insectos y el polvo y todo eso que entra por las ventanas además del aire fresco. Como plagas vinieron los abcesos normales a desbaratar nuestro peculiar pisito de jabón y a convertirlo en un auténtico infierno.