viernes, 17 de octubre de 2014

-Estoy seguro de que cuando rememore esto no conseguiré escuchar tus palabras, sino que confundiré lo que digo aquí y allá y pondré palabras mías en lugar de las tuyas. Es un defecto que tengo, no puedo exponer bien los diálogos.
-Pero probablemente eso sea producto de tu imaginación: tú te imaginas así, pero lo que sucede en realidad es que estás hablando conmigo. Y este que habla con sus palabras, y dejando espacio para las mías (¿espacio o tiempo?), este es otro y tú. Y el que te imaginas está tal vez como tú dices, impedido, pero tú estás aquí, hablando conmigo.
-Pero seguro que no como una auténtica conversación, sino que los razonamientos se suceden dialécticamente, como una sola mente que silogiza y se debate.
-¡Bah! Te defiendes.
Exhaló un corto respiro de resignación. Anuló su mirada, de repente introspectiva, con la taza que cogía casi ceremoniosamente. ¡Sus cerámicos dedos sutilmente anillados en el asa elevando una estructura de surrealistas arbotantes. Un solo fluir de puro gesto, de pura expresión, de puro cuerpo o pura compostura. Ningún otro instante había sido nuca más hermoso o sorprendente o valioso o mordaz que aquel ademán de mujer, que se separa de mí (momentáneamente callejón sin salida) y bebe su café.
Y en esa centésima de instante se agolpaba: la taza posándose sobre sus labios, como un acantilado que se desploma sobre el agua porque no puede más con tanto amor; el café, caliente, batida de gansos silvestres remontando el cielo, deslizándose entre sus dientes y lengua, torrencial; el aroma, bailarina de cuento, amarga, flotando hacia sus ojos, rebelde, su pelo y sus manos sin ley; y yo me sentía diseccionado quirúrgicamente en todos esos elementos y mi sangre era, gota a gota, mancha a mancha, herida a herida, la metáfora.