martes, 28 de octubre de 2014

Luchaban en absoluta oscuridad. La única referencia era el ruido de los golpes y el chapoteo rebotando en paredes lejanas o el suelo, la humedad arriba o abajo de la caída. Durante mucho tiempo pensó que se trataba del ladrón de cartas; pero la desesperación de su pelea, su torpeza, la ingenua vanidad de sus zarpazos, le hicieron sospechar que era uno más de los que buscaban su guarida, como él. Luchaba con un fantasma. Aquellos fantasmas habían deformado su estilo a base de luchar contra otros fantasmas, y si él redundaba en esas batallas por túneles y catacumbas seguramente acabaría convertido. El combate se volvió tedioso o terrorífico. Era difícil saber si uno mordía al otro o a sí mismo, si recibía al mismo tiempo los dientes del otro o de sí mismo. Era difícil saber si uno u otro luchaban por vencer o por huir.
Cabía la posibilidad de que el propio ladrón, habituado aún más a esos exploradores-vigilantes, remedara su estilo de lucha para pasar desapercibido. ¿Estaría entonces luchando con él? Y acaso esa era la duda que el ladrón jugaba a sembrar o era una duda huérfana que acababa, eso sí, convirtiendo a sus perseguidores en guardianes fantasma. ¿Sería acaso él mismo el ladrón? (Continúese el mismo razonamiento anterior) ¿Tendría quizás el ladrón un mapa de los fantasmas, un mapa de sus estilos, que le permitiera desplegar un lenguaje de peleas en las más recónditas y húmedas oscuridades?

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