viernes, 9 de enero de 2015

AQUILES Y LA TORTUGA. II de XV

Contaba 43 años, cuando quedó atrapado entre las laderas de las Rocosas. La Primavera se retrasaba y los caminos estaban bloqueados por la nieve. Durante días Aquiles vagó acuciado por los aullidos del viento. Cargaba con sus pieles y con sus trampas y el hambre y el frío secaban su garganta. Sólo hielo y nieve podía beber.
Una noche en especial se sintió morir. Notaba como su sangre era más débil que el viento. Todo su movimiento era más débil que la tierra. Caído en el suelo y encogido parecía una gran roca, con la cabeza, los brazos y las piernas escondidos. Sin embargo, aunque se notaba cada vez menos, nunca tan poco que no pudiera notarse. Ese largo desvanecer era interminable. Cuando muera –pensó– no me daré cuenta; siempre sentiré que me queda un poco para morir. Entusiasmado por este pensamiento, Aquiles permaneció todo lo atento posible a su desvanecerse, para atrapar el momento en el que sintiera que no sentiría nada. Aquiles era trampero de profesión.
Descartaba como podía los recuerdos y delirios que le sobrevenían y se centró en su sensación y su desfallecimiento. Como suele suceder en estos casos, Aquiles acabó dormido, vencido por su propio esfuerzo.

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