domingo, 15 de enero de 2012

Como el maestro estaba fatigado, después de largas jornadas de estudio, ayuno y viaje, se sentó a la sombra de un árbol. Apoyó la columna de su cuerpo sobre sus piernas cruzadas, como tenía por costumbre, y pronto cayó sobre él el sopor de la tarde. Durmió profundamente.
Joven como era, no se inmutó lo más mínimo bajo el frío de la noche, el cepillo del viento ni la curiosidad inocente de los animales. Su despertar era confuso y cansado; el sueño, en cambio, sereno y reparador.
A esto que se acercaron algunos estudiantes, monjes y anacoretas. Le observaban intrigados. Algunos detuvieron por completo su peregrinaje y se sentaron a atenderle. Tal era la belleza de su juventud, la relajación de su semblante, la firmeza de su pose.
Cuando alguno de ellos se acercaba para despertarle, pronto los demás le increpaban:
–¡No le molestes! Está meditando.
Los peregrinos, que no estaban tan cansados como el maestro, se levantaban y seguían por su camino, preñados de extraños y terminativos sueños. Y ganas de contarlos.

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