sábado, 30 de marzo de 2013

Mi maestro me ha mandado escribir un comentario sobre mi última lectura. Pero ¡yo pienso! que mi última lectura es esto que estoy escribiendo, es decir, justo lo último escrito antes de seguir comentando (intuyo que así no acabaremos nunca). Escribir es un castigo. Leer es un castigo. Y yo quisiera ser Sócrates o Peter Pan (¡oh Sherlock!) y vivir sólo en un puro comentario vivo. Acción. Acción. No sé por qué soy tan obediente. Será porque me lo exige la coherencia temática de lo que digo. No ya lo que pienso.
En mi texto observo que hablo de mí mismo. Aún no soy nada, sólo una posición observable o legible. A un lado tengo un templo griego, sus columnas, su tímpano, su fachada, líneas y mármol. Aún no sé si lo tengo frente a mí o estoy de lado. Lo que de verdad me rodea es toda esa esa algarabía de palmeras, pajaritos, ríos, nieve que baja de las montañas trazando aeroplanos, ceras de colores y tartas y un ejército de etcéteras que no volveré a nombrar.
Te busco. Tú eres una mujer. Pero lo eres sólo un momento. En seguida eres un juez severo con anteojos que lee. Me miras de soslayo, porque el que lee ahora lector soy yo. Yo, monstruo. Lector que escribe. Hay un monstruo, una mujer, un juez. No sé quién de los cuatro está más cerca del templo griego. Ahora que lo recuerdo el juez puedes ser tú, maestro. Y si el monstruo soy yo, ¿quién es la mujer?
Avanzo decidido a interrogar al monstruo; pero en seguida me entretiene la distancia. No había caído en que también existe la distancia. La distancia es seductora y me enreda con su conversación. ¿Es acaso la distancia la mujer? No lo creo, porque la distancia engorda su imagen con cada palabra, se alimenta de sí misma y la mujer no la conozco. ¿Quiere usted que le describa la distancia? ¿Usted o yo? Bueno, sería grato seguir siendo obediente, la distancia es una animada taberna de dunas y canciones y espejismos. En su lugar haré un poema, que será una puerta para salir (salir y entrar, dunas y almas) de la distancia.
Hay allá montañas saltarinas donde se pone el sol
y se oculta el pesar y el movimiento.
En el país de la perenne confianza
los raíles del tren se rizan antes de tocarse,
salen desde los pasillos de mi casa,
en un horizonte de ojos y manos.
Este es mi ventana en el paisaje. El paisaje una pared y el poema es una puerta. Es una puerta pequeña hecha de viento. Quiero abrir. Pero sus hojas me interrogan (han venido decididas): ¿Cómo quieres salir por mí? ¿Quién eres tú que me hablas? Soy el poema. He de darte nombre, entonces: pensé que eras una ventana para salir pero ahora estoy hablando contigo. Pensabas salir a través de mí; ¿no ves que soy, como tú, más persona que lugar? No lo entiendo bien; tendría que ponerte un nombre: ¿cómo me llamarías tú a mí, poema?
–¡Ay, querido! Eludes tu responsabilidad. ¿Desde cuándo es tarea de un poema erigirle un nombre a su autor? Yo no sé hacer esas cosas, tú no me lo enseñaste. Difícilmente puedo ayudarte. Tampoco si lo que quieres es salir de tu paisaje a través de mí. Pero estoy dispuesto a acompañarte, en busca de una vereda. ¿Dónde quieres ir?
Lo que quería era ir a su nombre, pero no quise decírselo. Ese fue nuestro primer secreto. Le hablé del templo griego, y el cariño que le tenía. Y con susurros y miramientos intenté hablarle del revoltijo de nosequés en que estábamos sumidos. Pero en secreto, yo quería ir a su nombre. Usted, maestro debería habérmelo enseñado. Debería haberme explicado quién es la mujer. El deber lo esgrimo ahora y no me suena a ti. Si lo supiera no tendría que moverme y sería feliz como una estatua con su amada materia.
¿Ves? He dudado. Ahora el poema y el monstruo se alejan juntos. No sé si se han hecho amigos, sólo los veo alejarse caminando en animada conversación. Me encuentro solo, en medio de la confusión, lejos del templo y de la taberna que ahora veo claramente y cuyo bullicio bien que consigo escuchar. Si doy. un paso ahora seré. capaz de crear cualquier cosa. Con ella podremos hablar. de la soledad. No sé muy bien. a dónde podría llevarnos ese tema.

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