martes, 18 de noviembre de 2014

En las noches de San Juan, las mujeres se bañaban desnudas en las fuentes de la ciudad. Los hombres iban por las calles en procesión, cantando a coro canciones de fiesta, pícaras, falsamente inocentes. Cuando se encontraban en las plazas, las mujeres hacían de la fuente su castillo, y se defendían de los hombres lanzándoles trapos y prendas mojadas. A veces, los maridos capturaban a sus mujeres y llenos de gozo se marchaban a su casa y juntos pasarían el resto de la breve noche. A veces los amantes les arrebataban las mujeres a sus maridos. Otras veces las mujeres eran quienes conseguían capturar a mozos jóvenes y los raptaban: jugaban con los más inocentes; con los más hermosos, se divertían.
No todo el mundo participaba en aquellas fiestas. Los que se quedaban en la casa no presumían de rencor ni de soledad. Comprenían a los enfermos, y a los ladrones, a los tristes y a los urgentes. Los niños miraban las escenas desde las terrazas con sus madres (algunas casi desnudas en prendas de verano). Las niñas iban y venían de la puerta a la fuente, de la fuente a la ventana, las más tímidas; cogidas a las piernas de las mujeres grandes, las más valientes. Y lo más divertido era ver a las viejas jugar como las jóvenes, junto a ellas: las muchacas las reían por ridículas, los mayores las reían por nostalgia. Y entre todos reían los enfados, y los asombros, la ingenuidad de los hombres, la picardía de las mujeres, la elegancia frustrada, la brutalidad impotente, el fracaso de la posesión y el triunfo de las canciones.
Y poco más, porque a todos les resultaba más satisfactorio el juego, la pelea, el agua de las fuentes, los cánticos, el callejeo. Los arrebatos decididamente sexuales volvían a redundar en las pasiones cotidianas, los desdenes de siempre, los hábitos corporales ya conocidos, la consumación gozosa de una brillante jornada. Esa noche no parecían tan urgentes y, en cambio, durante horas, representaban  la ficción de una urgencia campal, de fuente en fuente.

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