lunes, 6 de abril de 2015

Ad paradisum (pág. 2)

    Cansada, desconsolada, asustada, se sentó al borde de un banco, y se aferró al posabrazos de hierro. Con una postura tan elocuente, no tardaron en acercarse personas mayores, que siempre están atentas a los niños. Pero como le susurraban “No quieras nada”, Leonor se encogía aún más. Y como los ancianos insistían y se iban acumulando a su alrededor, optó por volver a huir de un salto, espantando a manotazos sus arrugadas carantoñas.
    Se escondió en una calle fea y sucia. Se acurrucó en el portal de una absurda cochera. Y lloró. Así la tarde, así la noche. Sin saber. Siguió acurrucada imaginando que todo era un sueño, imaginando cómo hubiera sido esa tarde si simplemente hubiera vuelto a casa con las hierbas, imaginando incluso soluciones racionales y estrategias para salir airosa de su situación.
    En algún momento, se convenció a sí misma de que, si se hacía pasar por sorda y por muda, acabaría por encontrar la ayuda de alguien que no tuviera que decirle nada. Era obvio. Y sólo con esa idea volvió a tomar camino en busca de papel y lápiz. Lo que encontró, mucho antes de lo que ella misma era consciente, fue un mendigo profundamente dormido a esas horas. Leonor, convertida en una intrépida ladrona de mendigos, cogió un trozo de cartón y una tiza y corrió de nuevo con su botín. Cuatro o cinco esquinas más allá se inclinó a escribir cuidadosamente: “Estoy perdida, ayúdenme a volver a casa. Calle tal, número cual”. Con la respiración contenida, repasó su mensaje; pero sólo pudo leer, en letras muy grandes:
    –NO QUIERAS NADA
    Tomada por el horror, su mano, repitió la operación una y otra vez hasta que el cartón se rompió, y la tiza se rompió y su mano de niña lista quedó agarrotada. Se levantó como una marioneta y caminó hasta un nuevo escondite. Allí ya no pudo llorar, ni pudo pensar, ni pudo hacer otra cosa que quedarse dormida, a pesar del frío de la noche, del miedo y del hambre. De la profunda oscuridad.
    Al día siguiente sólo pensaba en volver a casa, a alguna casa. Pero aquella ciudad era extraña, llena de personas que recorrían calles que llegaban a otras calles con más personas que ella no conocía. A veces encontró niños, y siempre intentó que le hicieran caso; pero cuando les dirigía la palabra, los niños se asustaban y huían gritando:
    -¡No quieras nada, no quieras nada!
    Así que Leonor agotó otro día por las calles. Y bajo el rojo de la tarde, el hambre la cegó, y en una frutería que estaba cerrando, llenó sus manos de plátanos y manzanas y una vez más salió corriendo. Y en un nuevo escondite comió, más bien devoró, su nuevo botín. Pero cuando su pequeño estómago quedó tranquilo, los pensamientos volvieron. Estaba sola. Estaba perdida. Estaba asustada. Tal vez estuviera loca. Y había robado... dos veces.

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