martes, 18 de noviembre de 2014

En las noches de San Juan, las mujeres se bañaban desnudas en las fuentes de la ciudad. Los hombres iban por las calles en procesión, cantando a coro canciones de fiesta, pícaras, falsamente inocentes. Cuando se encontraban en las plazas, las mujeres hacían de la fuente su castillo, y se defendían de los hombres lanzándoles trapos y prendas mojadas. A veces, los maridos capturaban a sus mujeres y llenos de gozo se marchaban a su casa y juntos pasarían el resto de la breve noche. A veces los amantes les arrebataban las mujeres a sus maridos. Otras veces las mujeres eran quienes conseguían capturar a mozos jóvenes y los raptaban: jugaban con los más inocentes; con los más hermosos, se divertían.
No todo el mundo participaba en aquellas fiestas. Los que se quedaban en la casa no presumían de rencor ni de soledad. Comprenían a los enfermos, y a los ladrones, a los tristes y a los urgentes. Los niños miraban las escenas desde las terrazas con sus madres (algunas casi desnudas en prendas de verano). Las niñas iban y venían de la puerta a la fuente, de la fuente a la ventana, las más tímidas; cogidas a las piernas de las mujeres grandes, las más valientes. Y lo más divertido era ver a las viejas jugar como las jóvenes, junto a ellas: las muchacas las reían por ridículas, los mayores las reían por nostalgia. Y entre todos reían los enfados, y los asombros, la ingenuidad de los hombres, la picardía de las mujeres, la elegancia frustrada, la brutalidad impotente, el fracaso de la posesión y el triunfo de las canciones.
Y poco más, porque a todos les resultaba más satisfactorio el juego, la pelea, el agua de las fuentes, los cánticos, el callejeo. Los arrebatos decididamente sexuales volvían a redundar en las pasiones cotidianas, los desdenes de siempre, los hábitos corporales ya conocidos, la consumación gozosa de una brillante jornada. Esa noche no parecían tan urgentes y, en cambio, durante horas, representaban  la ficción de una urgencia campal, de fuente en fuente.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Muy a su pesar, se dio cuenta de que no podía seguir actuando solo. Toda aquella semana estuvo frecuentando tascas de terribles parroquianos. Buscaba información y perfiles. Indagaba historiales. Pero una tarde, tres hombres lo raptaron, le taparon la cara, lo metieron en un coche. Atado de manos a la espalda, lo llevaron a un viejo caserón (obviamente en el centro antiguo de la ciudad). Allí lo esperaba el doctor, al que aún no conocía.

domingo, 16 de noviembre de 2014

De repente, la figura del gnomo ya no estaba. El detective escudriñó todo lo posible, para asegurarse de que no era un efecto de las sombras y las penumbras. De alguna forma había conseguido salir. No había dado cuenta, no había hecho ningún ruido; pero es que el maimonio tampoco había percibido nada. ¿Se le escapaba alguna otra salida? No. 
Impaciente, en cuanto vio el comedor vacío el detective empujó el mueble. La enorme alacena se deslizó con sorprendente facilidad, con un susurro cómplice y discreto. El detective temió hacer más ruido con su propio cuerpo que con el mueble: le crujían los tendones de la humedad y incómoda espera.
 En esto, volvió a aparecer el escritor, periódico en mano. Miraba sorprendido al detective sin poder articular palabra. David estaba más fresco y antes de las preguntas se abalanzó sobre un detective ya derrotado por toda una noche por las oscuras y asquerosas y húmedas y frías e interminables cloacas. El escritor lo tiró al suelo y lo inmovilizó con su propio peso, con sus manos, sus rodillas y su periódico. Desde el suelo, el detective aún alcanzó a vislumbrar la figura del gnomo salir de la alacena y escabullirse. Como lo viera el escritor, se levantó casi de un salto y fue tras él, más para verlo bien que para alcanzarlo, que era imposible.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Bueno, no creo que ninguna mujer fantasee así –concluyó Sara–, esa es sin duda la fantasía de Estúpido, pero puesta del lado de la mujer. Exacto –respondió David–, lo has comprendido inmediatamente... –pero Sara se levantó, dejó el texto en la mesa y se puso a recoger los restos del desayuno–. Me hubiera gustado exponer una fantasía realmente femenina, pero no me las cuentas...
Sara salió de la habitación, indiferente. Más real –voceó desde la cocina–, la situación es muy forzada, inventada... David pensó que desde fuera seguiría pareciendo inverosímil, aunque ella lo fantaseara bien real. Cogió la cuartilla de su texto y la releyó minuciosamente. Sara volvió a por el vaso de David.
Desde detrás de la alacena, el joven detective observaba la estampa. No pudo entender el complejo de gestos, rápidos, sutiles, que Sara le dedicó a su pareja mientras le retiraba el vaso: ella lo miraba decidida y fugaz, su mirada era un látigo que ondulaba en torno a David en el disponer de sus brazos; David estaba enfrascado en su ejercicio literario, intentando captar en el texto la mirada que se perdía por no atender la expresión corporal de Sara.
El joven detective, cansado y con su preocupación puesta en otra cosa, no atinó a comprender la macedonia de significados de aquellos significantes: los obvió en un ademán de reproche hacia la pereza del hombre. Tal vez el gnomo, con su mirada inescrutable, sí comprendía el empeño del escritor, la actividad de la mujer, la ignorancia del detective.

viernes, 14 de noviembre de 2014

El estrecho pasadizo terminaba por unos empinados escalones detrás de una alacena. Por alguna celosía del mueble podía verse la habitación desde dentro aún del escondite. Un matrimonio estaba desayunando, ajeno al nuevo inquilino que los observaba; pero ella no comía, sino que leía unos papeles y él, saboreaba su taza -café, llegaba su olor hasta la nariz del espía- con ojos expectantes sobre la lectura de ella. 
Cuando se adaptó al nuevo juego de clarooscuros de aquel incómodo lugar, descubrió que un pequeño gnomo compartía su cubil. Estaba esperando, como él, y ya lo había descubierto. Lo vigilaba tanto como vigilaba a la pareja desayunando. Con todo, no hizo el más mínimo gesto: sus miradas se cruzaron en la sombra pero en nada cambió la actitud del gnomo, paciente, incisiva.

jueves, 13 de noviembre de 2014

¿A quién vas a creer? Al caer de golpe todo el peso del frío, el agua de ducha fuerte el cuerpo entero estremeció, hombros prietos hacia atrás, hacia delante. El agua seguía precipitaba desde su cabeza cabellos abajo, cuello abajo, por pómulos y labios, pecho abajo, manos abajo, barriendo sequedades impunemente. Y luego el fluir, corriente de agua fresca por todo el cuerpo. Si estuviera bajo una poderosa cascada tropical, la sensación sería la misma. Si fuera niña de nuevo jugando con las mangueras del patio, sería la misma. Si estuviera zambulléndose en medio del océano, desnuda y feliz, sería la misma.
Le dio al agua caliente y todo se volvió un abrazo, de golpe. El agua quería entrar en ella, casi vapor, o nube, por cada poro de piel, por cada poro de sentimiento. Como no, invadía la habitación entera y se entregaba a las paredes. El vapor era un hombre que la rodeaba milímetro a milímetro. La piel del cuello y de la espalda mordieron el sueño, pero no. Llamó entonces fuerte y claro, atravesando la mampara su voz –¿puedes traerme una toalla?– y el baño y el pasillo para que viniera y la viera, perfecta y mojada. Entre tanto vertió el gel en la esponja, y empezó a frotarse bien sugestiva para cuando él llegara.
Pero el estúpido entró, dejó la toalla y volvió a irse. La decepción fue aún mayor cuando sabía que la había mirado y había visto su disposición tópica, cinematográfica, de postal erótica, dispuesta y sonriente.
Con todo, al instante le vino imaginar que en su lugar entraba su amante y entraba decidido con ella y compartía el vapor con ella y se mojaba haciendo gestos de impresión, el precio de su deseo, y cerraba la mampara tras él, no del todo. Ellos dos encerrados en aquella cabina a gel y espuma. Ellos dos encerrados bajo el vapor, sobre el agua, entre las manos y las manos. Los cuerpos se deslizaban fácilmente entre sí, chocaban una y otra vez al más mínimo movimiento, la pátina de agua y gel. Buscaba su sitio el pene erecto apretando sus caderas blandas. Pero sus pechos eran más amables. Pero sus caderas eran más amables. Aquí las manos y allá ahora fuertes, pierna y espalda, ahora suaves subían espalda, espalda y nuca, y nuca y pechos (esa demora del cuello que ahonda la clavícula, casi al hombro), no podían apretar y se deslizaban. Las manos y los cuerpos. El agua sobre ellos incesante y el vapor. Él la besaba, ella le chorreaba con la esponja desde la cabeza o en el hombro o en la espalda o en torso amplio. Él la miraba y ella apretaba su polla firme, nada escurridiza, y lo abrazaba y tentaba su dureza y volvía a abrazar.
Estúpido mientras tanto estaba –imaginaba ella– justo al otro lado de la pared enfrascado en su lo que sea que lo tenía entretenido, como estúpido que era. Si se distraía, podría escuchar el rumor sordo de Amante y ella jugando tras la pared, chocando con la mampara. Escucharía las palmadas, los chasquidos, los jadeos y las risas, si no fuera un estúpido. Estúpido vuelve al baño a lavarse las manos; pero todo el vapor condensado en el espejo y la mampara traslúcida no le deja ver: tendría que fijarse muy bien (porque ella ha posicionado a Amante de manera que Estúpido pudiera ver los arrebatos de la penetración, o el torso de los dos cuerpos deslizarse agua por la mampara) para verlos. Y si los viera, se enfadaría y ella se correría de odio. Ahora mismo. Y si los viera, él se uniría al juego y ella los dejaría porque los ama.
Estúpido está a punto de darse cuenta. Ha terminado de lavarse las manos y quiere secarse con la toalla que él mismo ha traído. Golpea la mampara sin querer. Apenas unos centímetros lo separan de los dos cuerpos al borde del éxtasis. Amante le ha dado sin querer a la manivela y el agua cae de golpe fría como sus demonios. Ella y el frío se unen en un orgasmo insoportable. Podría caer de tanto placer y destrozarse sus piernas témpanos que le arden, pero él la sostendría y tendría que flotar como el vapor en el placer del agua. Podría volcarse y derrumbar la mampara con todos los cuerpos derramados y el agua de la manguera ingobernable disparada por todas partes, por todas partes. Busca con sus dedos la manivela, que es otro pene caliente y frío pero que se resiste por su propio placer, por sus propios espasmos de congelación y fuego.
Cierra el agua, abre la mampara y coge la toalla casi a tientas.


     

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Es esta la puerta. Una puerta que no parece una puerta. Está un poco antes de la pared, por eso nadie la sospecha. Si se abre uno queda emparedado entre los muros. La puerta del ladrón. Para abrirla hay que destrozarla. No queda más remedio: astillar las astillas más pequeñas. Estoy enloqueciendo. Pronto saldré salpicado por el surtidor de alguna fuente, en esta o en aquella otra plaza. Seré la locura brotando gratuita hasta las bocas entusiastas de los turistas. Si no salgo pronto de esta oscuridad mi locura será real y miles de tesinas rubricadas la darán por constatable. Y cuando vuelva a las cloacas (porque habré de volver, no queda otra) partiré de aquí, no empezará de nuevo, sino que retomaré este mismo punto en el que la puerta es la astillas de las astillas posibles de una puerta posible en la hipótesis de una imaginación.  Por más que arriba en las calles vuelva a ser sensato.


   

martes, 11 de noviembre de 2014

Había en total veintisiete colegios repartidos por la ciudad. Antes de amanecer, convertía la ciudad en un hormiguero de mochileros cabizbajos y somnolientos. Había que esquivar sus rutas o uno acababa enredado en su clima de ingenuidad y esperanza. Para llegar fresco y original al trabajo había seguir una ruta zigzagueante que requebraba rodeos por las tortuosas callejuelas de la ciudad antigua. Antes del almuerzo, veintisiete explosiones lanzaban a los infantes cargados de violencia y hambre como hormonas calles abajo. Uno tenía que esquivar sus rutas o moriría de odio y juventud. Para mantenerse fresco y original no quedaba (a esas horas) más remedio que bajar a las catacumbas y cruzar por debajo la ciudad; todos conocemos ya el riesgo que eso conlleva. Y de tarde, aparecer en el cuarto de algún estudiante que duerme la siesta, o repasa los libros y termina las tareas deprisa porque tiene que ir la clase de violín, o escucha música y piensa en su próxima masturbación, o escucha música y piensa en que alguien tropezó con ella y la miró y olía a tinta. Una vez allí es imprescindible escapar sin ser visto, como sea, asumiendo de una vez por todas la inevitable derrota.
Ella empieza una conversación, porque sabe que, si no, él se dormirá. Sigue excitada y pronto tendrá que marcharse y no volverán a verse. Si se duerme ahora todo acabará. Él detesta en ese momento cualquier comentario: las palabras le vienen como de lejana inmigración apenas reseñada en los periódicos. Pero la quiere tanto que se deja mentir, para que las palabras de aquella mujer desconocida le traigan la voz de su amante, a la que pronto perderá. El cuerpo apenas puede moverse más. El trabajo lo ha vuelto viejo después de los años y el amor lo ha vuelto joven después del amor y es posible que en breves instantes caiga muerto de pura imaginación. Le entra hambre de ella porque pronto se marchará y su boca no puede consentirlo.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Aquel loco había fabricado una locura inmune a tratamientos, pertinaz, rápida y contagiosa. Pensaba dejar la locura al sol en alguna plaza. Así que fueron de plaza en plaza, por las tardes y por las noches (de día había que trabajar). Disimulaban todo lo posible, se sentaban en las terrazas y bebían cerveza si era necesario. Esperaban por si veían surgir la locura. A veces se bañaban en las fuentes, bebían como hombres antiguos. A veces se sentaban en los bancos hablando de esto y aquello para detectar el eco de la locura. Lanzaban guiños a las mujeres y las besaban si era necesario.
Mientras pasaba su mejilla lija de barba postrera por la tibieza de sus senos sabía que le dolería no poder olvidarla. La apretaba contra sí; pero aquello no era tenerla lo suficiente. Recogía en su cuerpo el ritmo que le pedía y se lo devolvía con violencia y desesperación; entonces ella se alejaba en su placer y él quería recuperarla apretándole los brazos y golpeando aún más sexo con sexo, pero sabía que le dolería tanto cuando finalmente se marchara y quedara aún la presión de su cuerpo en su piel, en su barba. Se la comería. Quería atrapar la con su mirada; intento saboteado por la miopía decente. Qué cuerpo de mujer desplegado ante él, que se la llevaba. Aquello no era tenerla lo suficiente. Quería educar los cuerpos desnudos, castigarlos a placer y abrazos, para que no se marcharan, para que dejaran colarse la distancia. Los cuerpos desobedientes. Su hermoso cuerpo de mujer desobediente.




domingo, 9 de noviembre de 2014

Por un momento no hubo más que su aliento, no del todo agradable, cerca de su nuca. Al ritmo que embestía, resoplaba, sincopado, como un cuarteo de viento. Y como era impaciente, su cadera iban de tango, ora de klezmer, se cansaba y era jazz, y luego volvía a ritmo de galeras. El hombre bestia de los bosques griegos sudaba y jadeaba sobre ella su fuerza, no del todo placer, pero ahogada en una mordida de sentimiento que no podía, sino el latir de sus venas en el cuello que hubiera mordido, le hubiera arrancado de cuajo la vida, si el propio placer le dejara fuerza alguna que no fuera para sentirse.
Los niños escapaban de sus casas para jugar con los lobos. Por eso los lobos se quedaron. Les daban de comer. La mortalidad creció enormemente; pero los niños estaban entusiasmados. Bajaban a sus escondrijos mientras los adultos dormían. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Los adultos aterrados pensaron que hacía tiempo que se fueron, que aquellos días estaban extintos. Los niños morían: estaban entusiasmados. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Se le oía aullar en el momento más inoportuno. Mientras los adultos dormían indignados y los niños morían.









sábado, 8 de noviembre de 2014

No. Porque tocó la blanda carne de su cintura no, de su costillar, abajo del pecho aún, con sus manos frías y ella se revolvió sin poder evitarlo. Sin embargo, no iba a desistir y se acercó con su cuerpo caliente y áspero y sus manos frías, sus brazos fuertes. Ella se acercó con su boca, se alejó con su cuerpo, se acercó con su rodilla, se alejó con la cadera y dejó caer sus cabellos en el torso decidido de su amante. Labios húmedos y manos frías.
Tenía que cruzar cada mañana la ciudad por la ribera del río. No podía avivar el paso porque si se agotaba iría luego más lento.  La respiración violenta y rápida le secaba la garganta. Pero, si iba demasiado despacio, el frío y la iban envolviendo como un ejército de acosadores pretendientes. Sacaba sus manos, guantes gruesos y a la moda, y frotaba tela con tela del abrigo y se llevaba la suave  calidez, como llegada de una hoguera de vainilla, a su cara. El frío iba mordiendo, la iba desnudando. Ella afirmaba el paso. La humedad recorría sus huesos como un orgasmo de hielo. No iba a poder llegar. Moriría de frío, de humedad, de sexo y de dolor esa estúpida mañana en la ribera del río. Y así cada día.

viernes, 31 de octubre de 2014

Corría el rumor de que el gnomo había sido secuestrado o que lo tenían prisionero, no en la casa, sino en algún otro lugar, y no por los de la casa, sino por algún otro que tampoco tenía por qué ser el ladrón de cartas. Pero todo eso era imposible: nadie tenía conciencia de conocer al gnomo. Sólo lo recordaban cuando entraban, aparentemente siempre por casualidad, a su tienda. ¿Cómo podrían saber de qué gnomo estaban hablando? El doctor y sus secuaces intentaron averiguar desde dónde habían recibido la información, pero no podían recordarlo. Habían olvidado a quién oyeron hablar del gnomo, cuando debieran haber olvidado al gnomo mismo. Así que sospechaban que aquello eran una estratagema del propio tendero, con sus extrañas artes. ¿Por qué había obrado así para ocultarse?, era difícil saberlo. Tal vez quería alejarse del grupo. Tal vez quería transmitir algo al grupo sin que otros lo advirtieran. ¿Era aquel rumor imposible un código o la clave de un código que ocultaba un mensaje importante? Eso contando con que fuera un acto controlado del gnomo y no una situación provocada por el ladrón. El doctor se ensimismaba impotente horas y horas rumiando todo el asunto.

jueves, 30 de octubre de 2014

Días de lágrimas. Se escuchaba el rumor de los llantos superpuestos unos a otros, calle tras calle, ventanas y balcones. Era difícil sustraerse cuando alguien, vecino, cercano, desconocido, lloraba por la misma tristeza que uno acababa de calmar. Y la tristeza llamaba al anhelo, irritaba el deseo. Así que, por ejemplo, Magda salió saltando por su ventana y enfiló decidida calle arriba, como en trance. Llora y arde mientras anda. A mitad de camino, se encontró con Santiago que venía a por ella. Y así muchas otras situaciones que aún no se escuchaban, pero que harían temblar la ciudad durante las semanas siguientes. Porque tras el beso inicial Magda y Santiago desembocaron en una pastelería cercana y siguieron besándose y abrazándose casi caídos en las mesas. La dependienta, rebosada por la pasión de los amantes en su propia urgencia, cerró el local y los dejó solos para salir en busca de su propia pasión; Magda y Santiago pronto intuyeron y por suelos y mostradores dieron rienda suelta al sexo, por todo cuerpo, suelo, ropas y pasteles.
Igualmente aquí y allá, y la ciudad rugió de gemidos y carreras de cuerpos buscándose y destrozo a garganta eterna. Y los gritos de unos alentaban el placer de los otros. Así fue muy difícil parar. Ninguna pareja (o grupo) quería detenerse antes que cualquiera. Y seguían allá y allá. Chasquidos y jadeos ondulaban a coro en mar de tejados y persianas o cortinas. En los bancos públicos.  En los preñados jardines.
Los niños estaban nerviosos e impotentes. Comprendían y no comprendían. No era exactamente la libertad la que los dejaba solos, tampoco el miedo. Pero escuchaban a sus padres y a sus hermanos cerca o lejos amar y desesperarse. Y los ancianos se consumían a sí mismos como llamas en recuerdos ¡en recuerdos!
Los pocos en la ciudad que estaban solos no pudieron resistirlo y decidieron escapar, abandonar, huir. Algunos coincidieron en la salida y los más valientes se abalanzaron en las puertas mismas, en las plazas o en los coches y se unían al clamor de besos y lenguas. Los que sí salieron de la ciudad no pudieron alejarse mucho, pues en el fondo no soportaban perder el grave palpitar sonoro de tantos cuerpos. Abandonaron los caminos y se instalaron como alimañas en los campos de las afueras.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Lo que una vez fueron casas ahora eran calles. Uno entraba libremente por una puerta hecha a medida para impedir la entrada y seguía escaleras arriba. En la ciudad de segundo nivel seguía paseando y miraba hacia abajo. Allí todo eran ruinas y riesgo, pasarelas endebles, pero la gente lo asumía como algo rutinario. Apenas consideraban a los antiguos amantes adolescentes besándose a la vista, que ya no estaban. Subían y bajaban de las casas, entraban y salían por las ventanas. Llamaban a los cuerpos y salían a recibirse. Y por la tarde volvían camino atrás a las cenas de grupo y las camas ansiosas. Las llaves se vendían en los puestos y quioscos. Cada una servía para muchas casas, otras eran sólo de adorno. La mayoría de las casas estaban abiertas, no todas. No todas estaban abiertas siempre: unos días unas, otros días otras (había que improvisar los recorridos, por eso había tanta gente comprando llaves hermosas en las tiendas). Atravesaban dormitorios. Se paraban a conversar como suspendidos mientras otros andaban. Ayer fue el cuarto de una adolescente, se ven sus ropas y sus fotos, hoy era una plaza abarrotada de palomas y niños, y la adolescente la vemos caminar por encima de los museos y las cafeterías. Eran aquellos días gloriosos. La gente no se daba cuenta; entretenidos en su amor, atareados de poesía, caminaban y caminaban.

martes, 28 de octubre de 2014

Luchaban en absoluta oscuridad. La única referencia era el ruido de los golpes y el chapoteo rebotando en paredes lejanas o el suelo, la humedad arriba o abajo de la caída. Durante mucho tiempo pensó que se trataba del ladrón de cartas; pero la desesperación de su pelea, su torpeza, la ingenua vanidad de sus zarpazos, le hicieron sospechar que era uno más de los que buscaban su guarida, como él. Luchaba con un fantasma. Aquellos fantasmas habían deformado su estilo a base de luchar contra otros fantasmas, y si él redundaba en esas batallas por túneles y catacumbas seguramente acabaría convertido. El combate se volvió tedioso o terrorífico. Era difícil saber si uno mordía al otro o a sí mismo, si recibía al mismo tiempo los dientes del otro o de sí mismo. Era difícil saber si uno u otro luchaban por vencer o por huir.
Cabía la posibilidad de que el propio ladrón, habituado aún más a esos exploradores-vigilantes, remedara su estilo de lucha para pasar desapercibido. ¿Estaría entonces luchando con él? Y acaso esa era la duda que el ladrón jugaba a sembrar o era una duda huérfana que acababa, eso sí, convirtiendo a sus perseguidores en guardianes fantasma. ¿Sería acaso él mismo el ladrón? (Continúese el mismo razonamiento anterior) ¿Tendría quizás el ladrón un mapa de los fantasmas, un mapa de sus estilos, que le permitiera desplegar un lenguaje de peleas en las más recónditas y húmedas oscuridades?

lunes, 27 de octubre de 2014

En la casa de los pájaros vivía una muchacha linda de preciosos diecisiete años. Tenía el pelo muy largo, blanco o gris. Era tan anciana que se dedicaba a silbar, por eso llamaron a su casa la casa de los pájaros. El zaguán estaba siempre abierto. Las paredes del zaguán estaban totalmente cubiertas de azulejos y mosaicos que representaban una selva, con monos y dragones y aves de todo tipo y hombres diminutos, elfos, herrerillos, alcaudones, búhos y uno mismo reflejado en las teselas y gloriosos arrendajos; por eso llamaban a aquella casa la de los pájaros, porque allí vivía una anciana de hermosos ojos verdes que no dejaba de silbar. Por una esbelta, esbeltísima, cancela (los barrotes retorcidas ramas de bronce modernista o de hierro art decó o madreselva mágica) se veía un patio grande, blanco y luminoso -pozo y ciprés, poblados macetones-. Quien se asomaba veía siempre a una niña rebosante de amor que jugaba con jilgueros y periquitos. Por sus pasos de sabia adolescente podía deducirse con facilidad que estaba profundamente trastornada, la niña, no la cancela ni la casa. Sólo cuando detenía su mirada y entonces se paraba toda ella, lejos, a mirarte, si eras tú quien realmente se paraba a mirar desde el zaguán, se detenía y parecía profundamente sabia y niña y uno era capaz de enamorarse de esa mirada. Por eso la llamaban la casa de los pájaros, porque era como el nido de un insecto que atrae con forma de orquídea esmeralda a los incautos. Y después uno vive enfermo de amor y no lo sabe y va por la ciudad metiéndose en zaguanes y vicheando patios en busca de la mujer que ni siquiera recordó haber imaginado nunca.

domingo, 26 de octubre de 2014

-Deja lo del nombre. No busco un nombre, lo que quiero es una historia -dijo el hombre muerto.
-Pero un nombre me facilitaría mucho las cosas -alegó el novelista.
-Y si buscara algo fácil, ¿me habría puesto en manos de un profesional?
-Usted quiere contratarme, ¿pero no sabré a nombre de quién trabajo?
-Estoy aquí, tienes mi correo, tienes mi teléfono... trabajarás para mí. 
-Perdone, me resulta un poco incómodo. ¿Cómo voy a contar su historia? 
-Eso es cosa tuya.
-¿Le llamo Tomás, Andrés...?
-¿A quién, a mí? Deja ya de tutearme, ¿no eres extranjero? Me agotas... No, no... No me gustan esos nombres. Deja eso te digo. Primero la historia, luego ya saldrá el nombre.
-Dime quién eres, dime algo de ti...
-Eso es lo que quiero que cuentes, para eso voy a pagarte.
-Pero deme algo para empezar.
-Soy un asesino. Soy un ladrón. Me escondía. Me escondía tanto que no logro distinguirme. Me perseguían. He trabajado con mis manos para construir mi guarida tanto que tal vez sólo haya sido el empleado ignorante. He abierto la piel y he escondido los cuerpos con mis manos o he firmado documentos cuando estaban limpias. Le tapaba las bocas para que no gritaran al morir y los manchaba con su propia sangre. He peleado a puños con los que me perseguían si es que yo era entonces el perseguido, la víctima, el muerto. Pero nada de eso vale. Quiero que seas tú el que cuente mi historia.
-Puedo decir entonces que es un asesino.
-Si lo ves conveniente... es tu historia. Tú la escribirás.
-¿Y qué diferencia hay entre que lo digas tú o lo cuente yo?
-¡Yo qué sé qué diferencia hay! Tú eres el escritor, tú eres el que sabes de explicar las diferencias. Averígualo. Cuéntalo. 

sábado, 25 de octubre de 2014

Justo en la plaza del museo vivía un hombre muerto. Probablemente el hombre más inquietante que he conocido. Para mí y para los de mi profesión llegaba a resultar exasperante. Cuando acabó conmigo decidió empezar a trabajar con un maduro traductor y novelista en ciernes (esto quiere decir: amplia y anónima trayectoria como traductor y reseñada primera novela recién publicada). Se reunían en la plaza del museo. Uno de los lugares más agradables de toda la ciudad, al menos en aquella época. A esa plaza desembocaban cinco calles distintas y estaba cerrada por cuatro palacios al menos, uno de los cuales se estaba (eternamente) reconvirtiendo en el Museo Arqueológico. 
El maduro traductor y novelista en ciernes era David Anderson. El hombre muerto contrató sus servicios para que contara su biografía. Había muerto en algún momento del futuro, pero como tenía tan mala memoria para el futuro no conseguía recordarlo; en ese aspecto, la contribución del novelista era fundamental. Las conversaciones tenían lugar bajo el viento amable, la sombra de los árboles altos y antiguos y a la vista de las cuatro señoriales fachadas, porque en cualquier otro lugar hubieran resultado insoportables.

viernes, 24 de octubre de 2014

Subiendo la escalerita de la Torre Malmuerta, a la derecha, se llega a un coqueto mirador no más grande que una amplia terraza. Desde allí se contempla, de noche, desplegarse la ciudad como un jardín colgante de tejados hasta el río. Las lejanas ventanas se confunden con los farolitos de la terraza, y las macetas con los árboles de las plazas. La noche es difícil de reconocer si se encuentra dentro o fuera.
Allí sirven el más delicioso y dulce ponche, que sirven en elegantes vasos alargados y curvos casi tan largos como un antebrazo. Siempre que llego falta poco para que cierren; pero nunca llego, sino que siempre estoy allí acabando de llegar. Miro sorprendido el paisaje y me lamento de que no vaya ese lugar más a menudo. ¿Por qué hace tanto tiempo que no decidimos venir?, es siempre la pregunta. Pero, a pesar de este íntimo reproche, no conozco lugar en la ciudad más acogedor. 
Unas veces no es más que la terraza. En otras se compone de un conjunto de balcones, casi jardines. La mayoría de las veces es todo un restaurante, pero de pequeños salones, celditas. Incluso nos hemos sentado en el suelo de los pasillos, y allí hemos comido espesos platos de exóticas lentejas, sobre alfombras, medio acostados en cojines, con luz muy tenue de conversación. Y desde una habitación se intuyen las otras, al menos su luz, o sus platos y su música (porque cada vez y en cada rincón hay una música distinta).
Allí me encuentro con amigos que llevo sin ver dos o veinte años. Con amores que creí haber dejado atrás. Con los que no me atreví a saludar en su momento. A los que desdeñé. Quienes llevan un estilo de vida que acaso envidio. Los que hablan muy profundamente de lo que yo considero superficial y comprenden realmente la vida. Y yo encuentro siempre mi lugar, esperándome, entre ellos, y paso allí solo el resto de la noche, que siempre dura sólo ese instante. Miro lejos el tiempo perdido, que es la ciudad, el rincón o la tertulia jocosa, el tiempo que se extiende en todos esos otros lugares que sí visito con frecuencia cuando debería volver más allí.

jueves, 23 de octubre de 2014

Así que acordaron que quien debía ser el viejo gnomo quien debía intentar penetrar en el viejo palacio. Las estrechas calles que lo rodeaban sólo se vaciaban en dos momentos: la madrugada y la sobremesa; si bien, sólo de día permanecían abiertas las ventanas de los pisos más altos. El gnomo saldría esquivando rodillas y cinturas por su bulliciosa arteriola de tiendas y turistas confiando es su patente invisibilidad fuera de su cubil. Su pelo hirsuto y sin color lo ayudarían. Sus ropas pasadas de modas pasadas de moda lo ayudarían. Su piel de ladrillo y su mirada introspectiva.
Mientras todos atendías sus digestiones o sus pesadas tertulias a la mesa, el gnomo tensaba una cuerda entre tejados y se lanzaba hacia una de las muchas fachadas del palacio. En cada gesto lamentaba lo que consideraba una profunda falta de respeto a su perfil; pero ahí estaba, ahí lo habían conducido la urgente ficción de los tiempos. No había remedio y llegado a este pensamiento prosegría su escalada. 
Cuando alcanzó la primera ventana, cerrada, oyó que regresaba el rumor de la calle pisos abajo. Subía con insultante comodidad, el ruido, los olores de femeninos perfumes que van a trabajar, a mancillar con su fragancia de seducción el mundo, la ciudad, las casas ajenas. La gente se amará sin saber por qué, sin saber que fue por la mujer recién perfumada que pasó de camino a su trabajo. El gnomo podía olerlo desde su posición. Se resignó a abandonar la atención de ese mundo y fue en busca de otra ventana, aún más arriba. Por supuesto, no podía abandonar aquella estación sin echar una ojeada dentro del palacio.