El sol no sale en el verano durante días enteros. Largas horas de tortura tras las persianas. Las horas auténticas acumulan macetas en las terrazas, de cháchara, tomando pinchos y cervezas, tapas y así hasta el momento del sudor y la soledad.
Sólo esa especie ejemplar, modelo de conducta, envidia de la civilización moderna, los turistas, delira (en colectivo) con un sol que da sombra a su paseo, acaso ignorantes de la sólida y palpitante verdad que se oculta tras las ventanas, una sola verdad común en todas las casas: el sol no existe. Las persianas locuaces dan buena cuenta, sádicas, de lo que debe saberse.
Llegando la aurora, enjambres de ciclistas se derraman en el Vial dispuestos a libar la sierra con su esfuerzo (piernas y cháchara hasta perderse en la selva). Por ese hito cotidiano, multicolor, se mide el día. Y no por las divagaciones de los que ocultos en la sombra de su infierno escriben y escriben tecleando sangre mojigata para las pantallas de aquellos que escriben y escriben ojeando sangre mojigata días enteros, encerrados, acaso dioses.
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