martes, 16 de septiembre de 2014

Había estado robando cartas, cartas de amor. A su guarida fueron llegando durante generaciones detectives. Quedaban prendados del botín (imaginemos: pasillos, salones, catacumbas rebosantes de cartas de amor desde generaciones, en anaqueles, baúles, suelos). Sin darse cuenta se convertían en los guardianes del tesoro. Los siguientes detectives llegaban tras las pistas y tenían que encontrar a febriles defensores de su trozo de tesoro. Los detectives iban más allá sin saber que luchaban contra los fantasmas de su futuro. 
Sólo un héroe llegó a superar este endiablado proceso. La casa entera ardió en uno de los incendios más monumentales y menos recordados de la ciudad. Durante diecisiete días con sus noches llovieron pavesas de cartas de amor. Todo el campo en legua y media alrededor quedó abonado por la tinta quemada de las cartas de amor. Nadie habla de ello, pero es seguro que aún hoy se conservan trozos de cartas que sobrevivieron, retales de palabras de secreta conexión. Nadie habla pero brota la sospecha del suelo y de los campos en legua y media alrededor. Sospechas de deseos.
Y como todos se esfuerzan tanto en ocultarlo, los más avispados pueden intuir los deslices entre su lenguaje cotidiano.

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