domingo, 14 de diciembre de 2014

Enemigos

Hay un imperio que necesita mi ayuda
Porque todos debemos
Trabajar para su salvación y su perpetuación
Porque yo soy un ser
Animado en el sendero que conduce a esa verdad
Final que dará nombre a las cosas

sábado, 13 de diciembre de 2014

Levanto la vista hacia mi biblioteca

La biblioteca cae como una lluvia
de verano y no es la primera vez.
Es una armería de escudos de silencio
y no es cierto que quieran caer en mis manos,
donde se vuelven huérfanos de su momento,
su peso entre mis dedos huérfanos, eso 
es una fantasía.
Las palabras huelen a la tela mojada
que se pegaba a tu piel caliente de ti
fresca de la lluvia recién escrita
cuando no debía, no la esperábamos.
La transparencia cómplice de la humedad
se va a volver a resbalar en los labios.

Y no esos tomos que callan. Tachados,
diríamos. No puedo estudiar de tanto que quiero
pensar en ti.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Esto

El hombre engaña a la araña.
La araña teje su sombra
y quien diga que lo nombra
finge cariños en contra.

Si me escurro por tu espalda,
perdóname. Yo quería
alejarme de la muerte,
verte en susurro perdida.

Acompañarte no basta.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Di instante

Vivimos en esta conversación y cuando termine
será para ya nunca.

Sólo podremos volver a su fantasma.
Tú por un lado, yo por el mío.
Creeremos y nos enredaremos y cuando termine
ya no podremos volver a ese enredo.

En esta habitación, donde te oigo coger las llaves
de toda nuestra casa.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

La mesa de atar

El frío va a estrechar tus brazos, va a atenazar tus dedos.
Esto viene de muy antiguo: de antes de la queja 
y del cuchillo y de los labios
de moda. Viene como el nombre 
que se le puso al viento. Tus dedos deberían
conservar el deseo 
de su cuerpo, la curiosidad 
de esa búsqueda, y debería bastar. Un gesto se ha adelantado
y ha mordido esa manos. ¡Ah, fue sólo imaginación!
Sentado a su mesa de atar, un hombre corrige.

martes, 9 de diciembre de 2014

Tienta tienta

Llega sobre llegar de ardida cuenta,
de diente atenta,
tiento a pasar.

Pasa sobre pesar de tan ninguno,
de vientre en uno,
nadie a nadar.

Nada desde el dedal de tanta espera,
de fiel cadera,
siempre fatal.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Las últimas veinticuatro horas me habían traído más vida que todos los días de todos los seres que alguna vez había visto o leído, sentido o recordado. Cuantos me habían hablado nunca me traían palabras como ella. Cuando apareció, junto a mí en el congreso, yo no estaba preparado. Mis fantasías no estaban preparadas. Ella las fue conquistando sin saber nada de su naturaleza.
La noche en la habitación de su hotel ya era un borracho de sus ojos. Cada lugar fuera de su rostro era un extraño lugar. Tan cerca estábamos en los besos. Sé del vestíbulo. Sé del ascensor y cielo santo su pelo: caía como habían llovido apenas antes sus palabras. Pasillos y puertas. Pasillos y puertas. Y las llaves y la sombra hasta su cama. Y tanta noche y tanto cuerpo. Ya no sabré volver de la blandura. Su pecho blando, sus dedos firmes. Ella no me lo enseñó. Me ató con calor. Me daba muerte cada vez que penetraba y volvíamos a empezar. Cada vez más cerca de la intimidad. Más cerca de la locura, o a un roce.
Luego esta anécdota que me contó en la cafetería, cuando apenas quedaba por decir; porque pesaba mucho el torrente de aquellos sus besos, y tiraba de mí el cordel de su respiración, y aún me tenían apretado su olor, su movimiento. Y el dolor de saber que tenía que volver a su país, que su vida la obligaba. Que tanto amor estaba tan finamente acotado en el instante.
Recuerdo cómo la vi partir. Salió de la cafetería sorteando las mesas con una curva elegante. Luego, detrás del escaparate, cruzando la calle ya parecía otra, más indiferente, en otro lugar que ya no era conmigo. Y desde ese momento duele la ingenua, educada y estúpida despedida. Sólo me queda el recordar su conversación, al otro lado de la mesa. Y cuando me imagino saliendo de la cafetería tras ella, no llego sino a perseguirla siempre, eternamente, a una mesa de distancia. Y esa mesa dura toda la vida. Paseo por las calles, con rumbo incierto, y pienso que cualquier intención es una excusa para buscarla. Imagino que ella piensa lo mismo y me busca. Y vivimos en la misma ciudad, dando vueltas, estúpidos, buscándonos.

jueves, 4 de diciembre de 2014

En esto Borges fue muy claro: Averroes utilizó el adjetivo derridá para insultar a Sócrates por su modo insidioso de discurrir. Es más, insinuó que había sido el propio Sócrates el que instó a que cundiera ese rumor que había tenido confundidos a los pensadores del siglo en debates intrincados y crudos: La famosa sospecha de que había sido Derrida quien había introducido con sus propios textos y en falsos textos de cultura, historia y filosofía, el personaje de Sócrates en el discurso occidental. El objetivo de Sócrates, al difundir esta calumnia sobre Derrida, era que pensaran que Sócrates no existía, ni había existido ni existiría nunca, sino que era un personaje de su ficción, pensando que a él le harían caso.
El asunto es más sencillo. ¿Por qué tiene que acabar una noche de amor? Córdoba ha mellado sus murallas y se derrama en mil y una noches. Son millones los cuerpos que se aman. Los lectores de Teseo, el redactor de la historia, debieran saber que el continente es otra isla. Creta y Naxos son o no son la misma isla. Dos amantes dan vueltas y vueltas a la noche y quién puede decir dónde acaba. Los cuerpos no quieren terminar y se abrazan en mil y una Córdobas.
Se dice que cruzaron el mar y que el mar estaba en tormenta, que las olas se levantaban como paredes. Pero ellos habitaban la isla de su barco. Daban vueltas por cubierta, zarandeados por las embestidas del Minotauro. Y discutían. Muchos son los cuerpos que se aman y, en este sentido, la razón humana es poco útil para delimitar los senderos de amor. Sería mejor tener el olfato de un toro.
La gente protestó. Se armó mucho barullo dentro y fuera del Patio de los Naranjos. Se quejaban de que Averroes no era claro y que había empezado a hablar con enigmas. Sócrates se indignó mucho con el público: “¡más respeto!” –les espetó. El rumor de las quejas llegó hasta la sala de oración, atravesó los cientos de recorridos hasta el mihrab, sorteando columnas, y fastidió al imán. Pero los pasos del religioso fueron demasiado lentos. Cuando llegó al patio, otra vez estaban los dos filósofos paseado enfrascados en su conversación. La multitud acompañaba su paseo de nuevo en espectante silencio.
Recuerdo que se me vino la fantasía de que nuestra cafetería era Cnossos, el centro del Patio de los Naranjos, cuyo perímetro interior era recorrido una y otra vez en un sentido por Averroes y Sócrates y en el sentido contrario por Ariadna y Mientras que el perímetro exterior (separado por un fino escaparate) lo rondaba su voz de mujer y sus borgianas palabras.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

El abandono de Ariadna. ¿Por qué tiene que irse Teseo de Creta? ¿Dónde se ha visto que un cerebro fugado vuelva a su patria? De ahí deducimos que Teseo era realmente un becerro. En la corte de Minos, el hombre más sabio de su momento (y como prueba su puesto de juez en el Hades, más sabio en todos los momentos de la historia y de la no-historia). En todos los mitos el héroe vuelve a recuperar el trono que por familia le pertenece (y generalmente esto los acaba en la corrupción y la ruina personal). En cambio, las princesas son arrebatadas para siempre de su hogar: véase Andrómeda, Helena (por dos veces), Isolda, Ariadna por supuesto, el colmo de Medea, expulsada hasta de tres hogares distintos, y la bochornosa parodia de Penélope, que defiende la honestidad de la casa de su marido, mientras este no se atreve a volver.
Esto sería un indicio de la estructura mítica marcando cómo el hombre tiende a acomodarse en el fantasma familiar, mientras que la mujer está más dispuesta a salir. En más momentos se siente no reconocida, no vista, no comprendida, no la verdadera hija de sus padres. Eso la alejaría de la sensación de incesto, y le daría licencia para hacer lo que quisiera, desentenderse, por ejemplo, de su condición humana y hacérselo, si se le antoja, con un toro.   
Aquí Sócrates le reprochó a Averroes el desastroso juicio moral con el que hablaba de las mujeres. Cuando, en realidad, son las mujeres las que tienden a hacerse con el control de su casa, si es la casa, o de la empresa, si es el trabajo. Hasta el punto de que casa y mujer se unen en la cultura. Toro y mujer se unen. Casa y toro. Y lo único que los separa es el instante, al que unos llaman Teseo, pero que él llama Ariadna.

Averroes respondió secamente. Le achacaba una intromisión de lo políticamente correcto en su pensamiento. A cuento de qué, cuando bien sabía que Sócrates era un sofista entre sofistas. Le echó en cara el poco aprecio que le tenía a él como persona en la conversación; y que aprovechara el resquicio más vil, aunque destrozara su corazón (que no era el caso) para derrotar con su charla derridá el más amable (que tampoco era el caso) argumento de discurso.

martes, 2 de diciembre de 2014

Porque qué sabrá el joven Teseo de cómo quiere ser tocada una mujer. Y él va aprendiendo a trazar placeres sin ley. Y mientras discuten, Teseo habla de la incomodidad, de la barbarie, de la dureza del continente. Ariadna le cuenta los saberes de la isla.
Por un lado, el mito refleja un ideal: el del hombre que quiere quedarse. Pero ese querer quedarse es en el hombre la tentación constante de volver a su casa. Ama a la mujer, y el sexo es un acto de conquista, conquista común de un mundo nuevo, que es ella y es lo extraño, lo ignoto para ella. El hombre entrega a la mujer un hilo para que mate de orgasmos a la bestia, pero en ese mismo instante ya quiere volver, y la mujer se queda sola, abandonada al placer incompleto.
La bestia mujer, que no ha conocido a la humana simplicidad del extraño lenguaje del continente, es derrotada por el encuentro amoroso. El hombre bruto que no conoce el bestial lenguaje de la mujer aprende a ser humano como ella. Todo un ideal. Porque lo cierto es que el mito lo que dice es que Teseo no aprende nada, el hombre (sólo porta un mito, el lenguaje). Ariadna en cambio, después de conocer al hombre, y la obediencia del hombre, y el abandono del hombre, y la ceguera del hombre, el hombre que apenas soporta su cabeza de cabestro sobre sus hombros, la mujer, Ariadna, en la nueva isla que es, ya está preparada para conocer al dios, el auténtico hombre, Dionisos, embriagador, el multiforme.
Durante décadas y siglos y miles de años, horas seguidas pasaban Ariadna y Dionisos dándole vueltas a la islita (romántico y sensual, desenfrenado paseo por la playa), comentando lo absurdo del abandono de Teseo. Juntos se ríen de la niña Ariadna, cuando sueña con un joven de extraño lenguaje de más allá de la isla. Juntos reviven el encuentro del primer hombre y la primera mujer a embestida limpia y cruel y elegantes requiebros y caricias. Juntos comentan sus antiguas pasiones. Si quisieran podrían salir de la isla; pero no lo ven necesario: el tiempo y el lenguaje ya saldrá por ellos.
¿Por qué digo que es un ideal? Está claro que para que dos desconocidos, de dos mundos tan diferentes como Teseo y Ariadna se encuentren, uno ya tiene que saber y estar esperando. Porque si cada uno fuera el minotauro del otro estarían siempre buscándose a sí mismos y alejándose precisamente por esa búsqueda. Sólo podrían encontrarse por error, en el lapsus en que dejaran de buscarse. Y serían otros.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Así todos esos años, jóvenes Teseo y Ariadna, estudiantes fervorosos en la universidad, la vida, o sólo la juventud, pero en la isla de Creta, es decir, en la casa de Ariadna, la mujer-toro. Cuando lo ve conveniente, decide desnudarse. Entiende este momento crucial. Teseo piensa que ya la ha visto desnuda y que ha gozado de su desnudez y no imagina más desnudez y goce posible. Ariadna, en cambio, insatisfecha (le jode el reguero foráneo que es Teseo –es la única opción de que Teseo sea algo–) pone todas las cartas, por fin, sobre la mesa. Ariadna, conduce a Teseo hasta su espejo. Después de tantos años (mira la de siglos que llevamos con el mito), Teseo ve en el espejo la imagen del Minotauro. Cuando tiene que explicarlo, Teseo no sabe muy bien quién es quién, si ve a Teseo, a Espejo, a Ariadna o a Minotauro. Confundidos por el lenguaje, Teseo y Ariadna dan largos paseos por la isla discutiendo sobre el tema.
Borges, aquí no pudo evitar tejer las alusiones a la metáfora del abrazo amoroso como el largo paseo por la isla. Ese cuerpo que era la noche de Córdoba o los amantes. Hizo imaginar a su público que el paseo de Sócrates y Averroes era un recorrido amoroso en la alcoba-cuerpo de uno de los dos. Y este repaso sensual era a su vez el gesto cuidado de caligrafía paródica de Maimónides. Toda esa disgresión conmovió e incomodó un poco al público. Y esto, además, porque Borges requería que lo acompañaran como lazarillo un tropel de muchachas hermosas, doncellas de la universidad. Borges pedía muchachas (algunos muchachos) jóvenes para no perder el hilo. Y al ver a esas bellezas escanciando la copa de Borges, apuntando sus disgresiones, todos se acordaron del gran masturbador que gestó su ceguera en innumerables bibliotecas. En fin, que había en todo ello, momento, Borges, disgresión, público y doncellas, algo de incestuoso.
Así me lo contaba mi amiga, mientras tomábamos el café en una tetería del barrio viejo. Yo, en realidad, quería que aquella conversación no terminara nunca. Era tan hermosa ella, su voz. Yo sólo puedo dar cuenta de lo que decía, reconozco que no todo lo fielmente que quisiera. Estaba enamorado mientras hablaba. Su anécdota era apasionante; tanto, que noté cómo desde las mesas de al lado atendían disimulados su dulce (nuestra dulce) conversación. No sé si por su voz o por sus palabras.
Cómo iba a imaginar nunca Teseo que así iba a ser el abrazo de Ariadna. Él que era mero ejecutante, no consciente de los dictados de sus actos, hijo de los hijos del Destino; hasta ahora. En el mito Ariadna se marcha con Teseo, pero es Teseo quien realmente sale de la ignorancia de su casa. Viéndose por fin en un espejo de labios de una mujer (de otra mujer).

domingo, 30 de noviembre de 2014

Entonces llega el joven Teseo. Esto es: el significante extranjero se vuelve deseable. De inmediato, la casa familiar destapa su insuficiencia, cobra un tufillo incestuoso al que habrá de llamar Minotauro. Pero ese tufillo es ella misma, educada en los brazos de su padre y en la sexualidad de su madre. Por supuesto, Ariadna lo que desea de entrada es que Teseo, el pensamiento extraño, la ame, tal como es, con cabeza de vaca y todo. Pero Teseo, como puñetero ateniense, tiende a la dialéctica –aquí los del bando de Sócrates refunfuñan, pero el propio Sócrates ha comprendido la cariñosa ironía de Averroes y zanja el asunto con un gentil bufido o una sonrisa– y discute las incongruencias de la ideología minoica.
Sócrates, incomodado por ese comentario de Averroes, decide llevar el discurso a otros derroteros. Alega que no es tan conveniente interpretar el encuentro entre estos dos jóvenes como un combate de ideologías. Como si cada cual supiera. Porque además, puede que Ariadna fuera una mujer sabia, hija de su padre (le da a Teseo la sorprendente idea del ovillo, en la que el héroe jamás habría caído de por sí; "¡hombre!, aquí Ariadna es tratada como una musa para Teseo" –Avi, no te desvíes, le reprocha Sócrates); pero Teseo es un bruto, un soldadete, un mandado.
–Claro, claro: aquí está ese típico disfraz de ingenuidad, de torpeza, de ignorancia... cuando bien sabemos cómo sois todos los atenieses.
–Olvida ya ese empeño en picotearme –ataja Sócrates.
Ariadna decide que Teseo despierte a su amor. Teseo, hombre que es, no se espera la pasión de Ariadna; para comprenderla y soportarla la confunde con la velleza, con la jubentud, con el blaser de los plesos y abrañazos. Pero la paciencia de Ariadna va tejiendo y sembrando itinerarios para que Teseo la reconozca como Minotauro.
Cuando hablaban del Minotauro tenían que hacerlo en voz muy baja, casi un susurro, para no excitar los oídos maliciosos de los fieles que venían a rezar. Ni siquiera les bastaba con eso (cada vez que pasaban junto a la sala de oración, la de hermosos arcos e incontables), así que cuando nombraban al Minotauro lo llamaban Ariadna, unas veces, otras veces Teseo. Y como la conversación se prolongó tanto, muchos no llegaron a enterarse nunca de este código, lo que dio lugar a enconadas controversias mucho después.




sábado, 29 de noviembre de 2014

La base fundamental –decía uno de los dos– es que Ariadna vive en una isla. Por supuesto, se trata de la isla del momento. El Nueva  York de la época.
Está claro que, en el manuscrito, el nombre de la ciudad con que compara sería otro. Sin embargo la caligrafía es ambigua. Hay cierto consenso en llamarla Córdoba, que en el alifato cúfico guarda semejanza con Monte Sion, pero que en el hebreo peninsular es casi equivalente a Cnossos. Este juego de palabras posiblemente esconda algún código matemático clave; si bien el problema no está resuelto.
Ariadna pasea por la isla. Es una isla grande y Ariadna está contenta. No puede saber que está cansada de visitar siempre los mismos paisajes. Aún no ha caído en la cuenta de que sus paseos la llevan siempre a los mismos sitios, en una combinatoria limitada de secuencias. La repetición no es un problema. El único referente que pudiera incordiar ese conformismo es la visión extraña de los inmigrantes que vienen desde el continente.
Sócrates aprovecha para lanzar una crítica feroz al mito de Europa. Considera que ha venido siendo una sutil y exitosa campaña de propaganda para suavizar el imperialismo minoico. Hace parecer que su inocencia cretense fue raptada por el mentido robador. Es al revés: con su estética (léase moda en la exportación de productos comerciales) acaba imponiendo su cultura y valores de vida: transforma al primitivo señor europeo en el toro de Minos. Hasta tal punto cala la idea, que las principales casas míticas griegas las hace descender  de la arcaica relación entre Zeus, ese toro, e Ío, la vaca.
Averroes, para no enredarse más en el puntilloso chovinismo socrático, le da la razón. Para que no se note demasiado, compensa su reproche pseudoaquiescente con otra vuelta de tuerca. Lo bien que la propaganda del imperialismo ateniense supo barrer para casa. Se venden como víctimas de los abusos cretenses; cuando, sin duda esto es lo más probable, se trataba de una fuga de cerebros. Los mejores jóvenes abandonaban su país para ir a formarse a Cnossos, en la corte de Minos, el más sabio de los reyes de la antigüedad. El desprestigio en este sentido culmina en lo calumnioso con la historia de Dédalo, incapaces de superar los atenienses que la mejor de sus mentes se vaya a trabajar para la competencia. Y así luego Teseo, el gran espía industrial.
Por tanto, Ariadna, una niña feliz que disfruta de la prosperidad de su isla y de la sabiduría de su padre. Todo le cuadra. Pero poco a poco va comprendiendo ese extraño reguero de pensamiento foráneo que llega a sus pies. El saber de su padre deja de ser completo. Los paseos de la isla dejan de ser suficientes.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Según dicen, Borges, el ciego, dio una vez una peculiar conferencia. Tras el discurso de rigor, se abrió el tradicional turno de preguntas y debate. Entonces, Borges se enredó en contar una anécdota y se metió tanto en su elocución que la historieta se prolongó durante tres días enteros. Fue todo un acontecimiento, por más que diera al traste con el programa de las jornadas culturales, por más que echara por tierra la vanidad y la foto de los políticos de turno. Durante setenta horas el salón fue una marea de gente que entraba o salía para seguir, acceder o rendirse a la curiosa, hipnótica y desmedida anécdota borgiana.
Decía que se había encontrado en el archivo municipal –y esto podía comprobarse– un manuscrito original de Maimónides. Se trataba de un texto personal, un juego, un apunte críptico; difícil saberlo. El texto tenía toda la pinta de ser un texto de juventud; pero había quien consideraba que en realidad, era un juego del viejo Maimónides imitando su estilo de juventud (tanto en retórica como en caligrafía), para que soportara mejor posibles censuras si acaso lo descubrían. Algunos consideraban que Poe había tenido acceso a este manuscrito y que desde él desarrolló la criptografía lógica con la que escribía sus relatos aparentemente fantásticos. Hay, incluso, quien ha utilizado este texto como prueba para demostrar que Poe nunca existió, y que se trataba de Luciano de Samosata repartiendo sus disfraces entre la historia de la literatura para pasar desapercibido. Otros consideraban que todas estas disquisiciones las había promovido el mismo Maimónides para despistar, y al mismo tiempo dar la pista verdadera de cuál era el sentido con el que había que leer su  texto.
En el manuscrito, Maimónides describe una larga conversación mantenida por Sócrates y Averroes. Estos dos filósofos daban vueltas y vueltas por el borde interior de la gran Mezquita. Con las horas, un nutrido séquito de curiosos, alumnos, intelectuales, censores, seguían a los dos filósofos, como la cola de un cometa, en su periplo continuo, en el sentido inverso al movimiento de la sombra del sol o las estrellas. Por supuesto, Sócrates estaba disfrazado para que nadie lo reconociera; sólo los más avanzados, por su manera de hablar, sabían que era Sócrates. Durante al menos tres días estuvieron vuelta que te vuelta sobre el complejo mito triangular de Ariadna, Teseo y el Minotauro.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Descubrieron lo más improbable. La tan buscada entrada estaba oculta en uno de los bares instalados en los molinos. Los viejos molinos del río habían estado durante años medio abandonados. El yunque del verano y las inundaciones del invierno los habían molido a ellos y apenas quedaban en pie las bases de las presas. Con la regulación de los ríos, el cauce del se domesticó al paso por la ciudad, y la vegetación instauró un vergel de pájaros y aves mucho antes de que el Ayuntamiento atinara a darle uso interesado. Reconstruyeron los molinos, instalaron pasarelas y terrazas y consiguieron crear un entorno entre urbano y bucólico único. Aprovecharon los nuevos molinos como salas de exposición, conferencias, recitales y fiestas; cuando no, simplemente eran hermosos bares para turistas. Sin embargo, la arquitectura de los molinos requería una protección extra, debido a que algunos inviernos, las inundaciones volvían como si el ser humano no hubiera hecho nada. En aquellos inviernos era importante mantener cerrados, bien cerrados, casi herméticamente, puertas y ventanas, y hasta los tejados que el agua llegaba a cubrir. Con todo, la mayoría de los años, tales precauciones parecían innecesarias y caían en el olvido, excepto para aquel interesado en esconder sus intereses con especial protección.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Convocó a todos los arquitectos: los que participaron en proyecto original de la segunda ciudad, viejas glorias de bibliografías y facultades; los diseñadores de la tercera ciudad, el secreto a voces, aún clandestina; otros, mundanos, jóvenes, estudiantes, artistas de todo tipo, con o sin renombre. Fue un acontecimiento emocionante. De hecho, muchos de los arquitectos extranjeros no llegaron a salir de la ciudad, debido al profundo enamoramiento que gestaron esa noche (cierto que se prolongó hasta el segundo amanecer). Y es que, al salir, los arquitectos fueron encontrando una carta de amor en sus bolsillos. Ninguna carta iba destinada a su portador, pero habían sido cuidadosamente seleccionadas para que conmovieran con escrupulosa precisión (y un toque de celos) el corazón concreto. Esa fue su tarjeta de presentación. A partir de esa noche todos supieron de su existencia; pero nadie volvió a verle, ni encontraron nunca más a nadie en aquella desmedida mansión que tan sabrosas horas había desplegado.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Al llegar la noche, uno se volvía a sentir fruto de invención. Sentado, en la Plaza de San Andrés. Rodeado de otrora palacios. Bajo las palmeras y el calor que situaban el lugar en alguna vieja película y no allí. Viendo pasar a gente más propia de décadas atrás que de esta. Con la incredulidad de reconocer en el movimiento de los pájaros (gorriones en el suelo, vencejos en el aire) los mismos trapicheos de aquellos siglos en que los palacios eran palacios, poblados por gente noble, generadora de leyendas y de fantasmas. Pero no fruto de la invención de la cultura, sino de la invención de los asuntos de ese día, del cansancio, del calor en el aire aunque cayera la noche. Uno era el resultado. Y la operación matemática generadora dónde se había aprendido. Inventarse la hora de abandonar el banco, beber de la fuente, besar a la mujer y ser otro.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Al llegar a la mesa, pedí disculpas al camarero por haber pasado por una zona no habilitada para mi raza.
–No es que me burle ni falte al respeto –alegué con mi sonrisa típica–; sino que tú ya sabes que no sé quién soy.
–Pero tú sí sabes quién eres...
El camarero respondía a mi chanza con su propia sonrisa pícara. Todo esbelto él y delgado, entallado por su delantal blanco, resaltaba su viejo rostro negro y ovalado, perfilado por una corta y espesa barba gris. Sonreía ampliamente, pero en su frente estaban marcadas las arrugas de una seriedad frecuente y de frecuentes enfados.
–Te apuesto lo que quieras a que no sé quién soy –le reté.
–Pues precisamente ahí hay una relojería, y el otro día vi un reloj que me gustó mucho.
–¿Cuánto vale?
–Voy a ver.
El camarero se alejó. Mientras trajeron la otra mitad de la mesa. Ambas mitades tenían forma de L y se solapaban entre sí, de manera que se apoyaban una en la otra. Mi madre, en la esquina opuesta a la mía, insistía enfadosa en que había que darle la vuelta a la nueva mitad, que por ese lado no podría sostenerse. Mi madre no comprendía que si la primera mitad no se sostenía era porque  yo, por mi apasionada conversación con el camarero, había hecho temblar tanto la mesa que se había roto una de las patas. No parecía comprender tampoco que la nueva mitad encajaba tanto  por una cara como por la otra, y que al encajarlas, la mesa acabaría sostenida.
En esto volvió el camarero y me informó sobre el reloj que quería. Quiso saber cuál sería su prenda si perdía la apuesta, pero yo rehusé ningún pago.
–¿Qué mayor satisfacción que averiguar quién soy?
Así pues, el camarero lanzó su primer envite:
–Tú eres quien está hablando conmigo.
–Ah, no. El lenguaje está hablando con el lenguaje. Quién está al otro lado del lenguaje no podemos saberlo. Y yo pudiera ser solamente un trozo de la ficción del mismo lenguaje que habla.
Todos rieron, no por mis palabras, sino por la reacción histriónica del camarero.
–No te eches atrás –le animaron entre todos–, que tengamos una naturaleza ficcional no impide que puedas averiguar quién es.
–¡Oye, oye, qué es esto! La apuesta es entre él y yo, no os entrometáis.
–Nada, nada. La apuesta se trata de demostrar que sí sabes quién eres. En ningún momento se ha dicho nada de ayudas. Además, tú no has solicitado prenda por su parte.
–Tú eres –volvió a la carga el camarero– quien no sabe quién es.
–Muy bueno. Veo que recuerdas nuestras viejas conversaciones, cuando vivíamos juntos.
Me quedé unos segundos, más de unos segundos, pensando mi respuesta. No podía negarlo, sin más; pues entonces tendría que asumir que sí sabía.
–Pero verás –acabé respondiendo–, es que no entiendo muy bien qué es el Ser. Y al no saber qué es el Ser, ni comprendo qué no soy ni comprendo qué soy en el caso de ser ese no-saber.
–Bah, bah... Da igual lo que sea el ser. El ser no es nada. El ser es un invento para poder colocarnos en la conversación. Tú, quien sabe que no sabe.
–¿Y el saber qué? ¿También un invento? Si seguimos por ahí ya estás vencido.
–No, no, claro. El saber sí tiene contenido, significado, función, y sabemos de qué se trata. Y tú eres ese saber o no-saber.
–¿En qué quedamos sé o no sé?
–Eres un no-saber, y sabes que lo eres.
–Pero sé que no soy eso. Porque ese saber es tuyo, desde el momento en el que lo pones sobre la mesa. Y así no puedo saber si soy tu saber, o soy algo distinto y te equivocas. El que cogiera tu saber ahora no sería el mismo que antes desconocía quién era; y, una vez más, no puedo saber si soy este de ahora sin ser el de antes.
–Eres este de ahora, el que sabe.
–Pero estábamos hablando de aquel de antes.
–No, estamos hablando ahora. Sin más.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Por eso lo admirábamos y respetábamos. En el momento menos pensado disparaba su tiza con la rabia de un gigantón travieso. Siempre atinaba justo en la esquina de la mesa del alumno en cuestión (él no abandonaba jamás su hábitat, su trono, su pizarra). Sorprendido, pronto digería el alumno la señal de aviso, porque aquella precisión, por más que real y repetida y confirmada, parecía inverosímil. Haber escapado de la trayectoria de la tiza era en ese instante un suspiro de milagro. Era un momento de terror, de alegría, y yo lo vivo ahora en cada caso como el más contundente gesto de amor.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Había aprendido el lenguaje de los pájaros. Fue una desilusión importante, después de tantos años de tedioso estudio. Comprobó que detrás de los complejos enunciados, trinos, retrinos, gorjeos, había contenidos muy simples y poco dispuestos a desarrollar. Pero a partir de ahí, le fue más fácil iniciarse en el idioma de los insectos, de las plantas y los árboles, y lo más importante: dominó a la perfección la lenta comunicación de las piedras, de las arenas.
Quedó en exclusiva posesión de la historia de toda la región, contada directamente por los suelos. Sabía de las quejas de unos edificios con otros y de las afecciones climáticas. Antes que nadie sabía cuándo iba a producirse algún destrozo, dónde el firme era débil, cómo aguantaría una construcción. Esto le acarreó una reputación considerable, florida en favores, envenenada de envidias. Y, como de estas opiniones sabía por las macetas, conseguía estar siempre en el momento adecuado, en el lugar donde se le deseaba, evitaba los (cada vez menos numerosos) locales hostiles, o sorprendía a los vecinos apareciendo allí donde resultaba más útil.
Al parecer, sabía mejor que nadie cómo iba a envejecer. Por el agua sabía de sus propias aguas. Aunque el lenguaje de las rocas es muy lento, deducía qué opinión tendrían de sus gestos y sus hábitos y cómo sería expresada en el futuro, si otro como él supiera entenderlo. Preparó de tal manera su salud que apenas fue víctima del más mínimo exceso: ni siquiera su sobriedad fue tan extrema que inquietara al fango ni a la hiedra. Por eso todos se sorprendieron cuando se escondió en la depresión más compleja y profunda que se pudiera imaginar.
Contaba que había comprendido ciertos saberes secretos, que sólo analizando a un nivel muy fino el discurso lapidario podían descubrirse. Esos saberes eran muy difíciles de comunicar, porque el ritmo de aquellas ideas defería en eones de la pronunciación verbal, de la grafía escrita, y sólo el pensamiento directo podía recogerlo. Ardía en él la impotencia de no poder contarlo. Irremediablemente moriría con él ese saber, que consideraba imprescindible ¡y urgente! para toda la humanidad. A veces pensaba que el día que llegara a comprenderse de modo útil, ya sería tarde. 
Aquel saber minaba su paciencia para las conversaciones normales, para los empeños cotidianos, en los que y en las que tanto había brillado. Los más jóvenes que lo recuerdan, dicen que pasó sus últimos años (unos dicen que varias décadas) intentando construir un modo de expresión, un nuevo lenguaje, un sistema de ideas en el que volcar sus fundamentales descubrimientos: la traducción del secreto del mundo.